Este Salmo consta de dos partes íntimamente relacionadas. En la primera (vs. 1-6), el salmista manifiesta con imágenes muy expresivas su inalterable confianza en el Señor (v. 3) y su anhelo de vivir en constante comunión con él (v. 4). La segunda (vs. 7-14) es una súplica en medio de la persecución, donde vuelve a ponerse de manifiesto ese mismo sentimiento de ilimitada confianza (v. 10). Así pues, si la liturgia es el clima espiritual en el que se encuentra inmerso el salmo, el hilo conductor de la oración es la confianza en Dios, tanto en el día de la alegría como en el tiempo del miedo.

Expresión de confianza en Dios
1 El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es el baluarte de mi vida,
¿ante quién temblaré?
2 Cuando se alzaron contra mí los malvados
para devorar mi carne,
fueron ellos, mis adversarios y enemigos,
los que tropezaron y cayeron.
3 Aunque acampe contra mí un ejército,
mi corazón no temerá;
aunque estalle una guerra contra mí,
no perderé la confianza.
4 Una sola cosa he pedido al Señor,
y esto es lo que quiero:
vivir en la Casa del Señor
todos los días de mi vida,
para gozar de la dulzura del Señor
y contemplar su Templo.
5 Sí, él me cobijará en su Tienda de campaña
en el momento del peligro;
me ocultará al amparo de su Carpa
y me afirmará sobre una roca.
6 Por eso tengo erguida mi cabeza
frente al enemigo que me hostiga;
ofreceré en su Carpa sacrificios jubilosos,
y cantaré himnos al Señor.
Súplica en la persecución
7 ¡Escucha, Señor, yo te invoco en alta voz,
apiádate de mí y respóndeme!
8 Mi corazón sabe que dijiste:
“Busquen mi rostro”.
Yo busco tu rostro, Señor,
9 no lo apartes de mí.
No alejes con ira a tu servidor,
tú, que eres mi ayuda;
no me dejes ni me abandones,
mi Dios y mi salvador.
10 Aunque mi padre y mi madre me abandonen,
el Señor me recibirá.
11 Indícame, Señor, tu camino
y guíame por un sendero llano,
porque tengo muchos enemigos.
12 No me entregues a la furia de mis adversarios,
porque se levantan contra mí testigos falsos,
hombres que respiran violencia.
13 Yo creo que contemplaré la bondad del Señor
en la tierra de los vivientes.
14 Espera en el Señor y sé fuerte;
ten valor y espera en el Señor.
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Expresión de confianza en Dios
1 El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es el baluarte de mi vida,
¿ante quién temblaré?
Dichoso el que así hablaba, porque sabía cómo y de dónde procedía su luz y quién era el que lo iluminaba. El veía la luz; no esa que muere al atardecer, sino aquella otra que no vieron ojos humanos. Las almas iluminadas por esta luz no caen en el pecado, no tropiezan en el mal.
El Señor es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme? En la oscuridad y las tinieblas que nos rodean en las pruebas de la vida, la única luz verdadera emana del Señor, quien es la Luz del mundo (Jn 8, 12).
Solamente a Él podemos volvernos para ser preservados en las tormentas de la vida. Morando sólo en Él, es como somos protegidos del temor, porque Él es nuestra fortaleza contra la que ningún enemigo puede prevalecer
La liturgia es el clima espiritual en el que se encuentra inmerso el salmo, el hilo conductor de la oración es la confianza en Dios, tanto en el día de la alegría como en el tiempo del miedo.
“El que vivía en tiniebla y en sombra de muerte, en la tiniebla del mal y en la sombra del pecado, cuando nace en él la luz, se espanta de sí mismo y sale de su estado, se arrepiente, se avergüenza de sus faltas y dice: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Grande es, hermanos, la salvación que se nos ofrece. Ella no teme la enfermedad, no se asusta del cansancio, no tiene en cuenta el sufrimiento. Por esto, debemos exclamar plenamente convencidos no sólo con la boca, sino también con el corazón: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Si es él quien ilumina y quien salva, ¿a quién temeré? Vengan las tinieblas del engaño: el Señor es mi luz. Podrán venir, pero sin ningún resultado, pues, aunque ataquen nuestro corazón, no lo vencerán. Venga la ceguera de los malos deseos: el Señor es mi luz. El es, por tanto, nuestra fuerza, el que se da a nosotros, y nosotros a él. Acudid al médico mientras podéis, no sea que después queráis y no podáis” (Juan Mediocre de Nápoles, «Sermón 7», en PLS 4, cols. 785ss).
¿Creemos en que el Dios del salmista ilumina su vida en los momentos de ansiedad y de peligro y le salva de las situaciones comprometidas? ¿Nos vemos nosotros incluidos? ¿Vemos en el Señor nuestra luz? ¿Entendemos esa metáfora frecuente que indica beneficio, protección o favor, y diría lo mismo que salvación o ayuda y defensa? ¿Ponemos la confianza en Dios ante peligros humanos, psicológicos, decepciones...?

2 Cuando se alzaron contra mí los malvados
para devorar mi carne,
fueron ellos, mis adversarios y enemigos,
los que tropezaron y cayeron.
3Aunque acampe contra mí un ejército,
mi corazón no temerá;
aunque estalle una guerra contra mí,
no perderé la confianza.
Las imágenes usadas para describir a los adversarios, los cuales constituyen el signo del mal que contamina la historia, son de dos tipos. Por un lado, parece que hay una imagen de caza feroz: los malvados son como fieras que avanzan para atrapar a su presa y desgarrar su carne, pero tropiezan y caen (v. 2). Por otro, está el símbolo militar de un asalto, realizado por un ejército entero: es una batalla que se libra con gran ímpetu, sembrando terror y muerte (v. 3).
La vida del creyente con frecuencia se encuentra sometida a tensiones y contestaciones; a veces también a un rechazo e incluso a la persecución. El comportamiento del justo molesta, porque los prepotentes y los perversos lo sienten como un reproche. Lo reconocen claramente los malvados descritos en el libro de la Sabiduría: el justo «es un reproche de nuestros criterios; su sola presencia nos es insufrible; lleva una vida distinta de todos y sus caminos son extraños» (Sb 2,14-15).
El fiel es consciente de que la coherencia crea aislamiento y provoca incluso desprecio y hostilidad en una sociedad que a menudo busca a toda costa el beneficio personal, el éxito exterior, la riqueza o el goce desenfrenado. Sin embargo, no está solo y su corazón conserva una sorprendente paz interior, porque, como dice la espléndida «antífona» inicial del salmo, «el Señor es mi luz y mi salvación (...); es la defensa de mi vida» (Sal 26,1). Continuamente repite: «¿A quién temeré? (...) ¿Quién me hará temblar? (...) Mi corazón no tiembla. (...) Me siento tranquilo» (vv. 1-3).
Contra los ataques de los enemigos, Yahvé es el baluarte que defiende nuestra vida. ¿Y cuáles son nuestros enemigos? Desde luego el pecado que siempre pone de manifiesto la jerarquía eclesiástica; pero para mí es tan importante el pecado de omisión, de ver (o ni siquiera ver) familias necesitadas cerca de nosotros sin atención por nuestra parte.
En todo caso, no cabe el temor. Ante la omnipotencia del Padre se quiebran todos los poderes terrenos. Así lo hace constar, bellamente, el Salmo: los posibles asaltantes son como fieras que se lanzan sobre nosotros para devorarnos, pero en el momento del ataque caen vacilantes, sin poder consumar sus siniestros designios. Nuestro corazón puede permanecer tranquilo, esperando la intervención divina salvadora.
Casi nos parece estar escuchando la voz de san Pablo, el cual proclama: «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31). Pero la serenidad interior, la fortaleza de espíritu y la paz son un don que se obtiene refugiándose en el templo, es decir, recurriendo a la oración personal y comunitaria.
¿Nos mantenemos tranquilos y confiados cuando el mal, en cualquiera de sus aspectos, quiere penetrar en nosotros? ¿Somos conscientes de que el Señor, nuestro Padre, no dejará que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas? ¿Tenemos confianza en Dios en el día tenebroso del asalto de los malvados reflejados en esas imágenes usadas para describirlos?

4 Una sola cosa he pedido al Señor,
y esto es lo que quiero:
vivir en la Casa del Señor
todos los días de mi vida,
para gozar de la dulzura del Señor
y contemplar su Templo.
El Señor es el centro de toda nuestra vida y aspiraciones; con El no tememos a un escuadrón de enemigos que se nos opongan; pero además, su seguridad encuentra su complemento en la oración, contemplando el encanto de nuestro Padre, es decir, habitando en su templo
Nuestro deseo supremo es ser huéspedes permanentes de nuestro Dios teniéndolo en nuestro corazón, que es la morada que el Señor de los cielos tiene en la tierra para convivir con sus fieles, preocupándose de sus problemas e inquietudes.
Ese es el encanto del Padre, es decir, la disposición benevolente de Dios hacia los que saben gustar de su compañía espiritual.
Así encontraremos nuestra plena seguridad el día de la desventura, de la angustia; con el Señor en nuestro corazón nos sentiremos seguros ante nuestros enemigos, ante las tentaciones, la indiferencia, el desánimo, la enfermedad.
Es el triunfo material y moral sobre todo ello, conseguido gracias a la protección de Yahvé, que mora en nuestro corazón, que será su casa, inaccesible al malvado.
¿Apreciamos la dulzura de Padre/Madre del Señor? ¿Hacemos de nuestro corazón y nuestra mente la casa del Señor y la compartimos? ¿Es para nosotros el Templo el lugar de encuentro con el Padre, pero también de reunión con nuestros hermanos y de proyectos de solidaridad con los marginados?

5 Sí, él me cobijará en su Tienda de campaña
en el momento del peligro;
me ocultará al amparo de su Carpa
y me afirmará sobre una roca.
6 Por eso tengo erguida mi cabeza
frente al enemigo que me hostiga;
ofreceré en su Carpa sacrificios jubilosos,
y cantaré himnos al Señor.
El Señor crea en torno a sus fieles un horizonte de paz, que deja fuera el estrépito del mal. La comunión con Dios es manantial de serenidad, de alegría, de tranquilidad; es como entrar en un oasis de luz y amor.
Es el clima adecuado para la oración, que es comunicación, diálogo, comunión, alianza con el Señor; incluido el canto que puede ser oración de bendición y alabanza.
La comunidad puede ser esa tienda o carpa de protección; las preocupaciones, las angustias que padecemos pueden ser compartidas con los hermanos y amparadas por ellos en la mayor parte de los casos, pudiendo dar gracias todos unidos
Pablo nos dice: «Deseo partir y estar con Cristo» (Fil 1,23). Cristo es la tienda de Dios con los hombres. Hacia ella nos dirigimos los cristianos; hemos de tener en cuenta que el «estar con Cristo» supera todas las categorías espacio-temporales y es una dimensión profunda: Ya «somos-en-Cristo». Lo importante es que nuestro ser vaya creciendo. La vida es estar con Cristo. Donde está Cristo está la vida y el reino.
Encontraremos cobijo, amparo, orgullo de estar con el Señor que nos permitirá permanecer con la cabeza erguida, alabarle y orar con Él, hacia Él y en Él.
¿Recurrimos al Señor en nuestros problemas, angustias, disgustos? ¿Encontramos en Él consuelo y alegría? ¿Sabemos darle gracias? ¿Sabemos mostrar siempre nuestra alegría cristiana ante los demás?

Súplica en la persecución
7 ¡Escucha, Señor, yo te invoco en alta voz,
apiádate de mí y respóndeme!
8 Mi corazón sabe que dijiste:
“Busquen mi rostro”.
Yo busco tu rostro, Señor,
9 no lo apartes de mí.
No alejes con ira a tu servidor,
tú, que eres mi ayuda;
no me dejes ni me abandones,
mi Dios y mi salvador.
10 Aunque mi padre y mi madre me abandonen,
el Señor me recibirá.
El clima de confianza se convierte, de repente, en un ánimo confundido, temeroso que busca refugio en el Señor, que ansía su escucha, que pide con angustia que el Señor no se aleje de él.
Quizá es un buen reflejo de nuestros cambios de “humor”, de estado personal, de los problemas que nos surgen en la vida y que nos parece no poder resolver.
Todo ello nos impulsa a escuchar esa voz interna que nos invita a buscar la presencia de Dios, con el único temor es que Dios nos rechace, porque sólo en Él está nuestra salvación
Hasta la familia, ese bastión del mundo parece que, a veces, nos deja de lado en nuestros problemas diarios. Aquí renace la fe: estamos seguros de que “el Señor nos recibirá”
¿Sentimos a veces que la llamada de Dios está a punto de diluirse y nuestra vida comienza a orientarse hacia otras voces que llaman? ¿Entonamos entonces nuestras súplicas con plena confianza en el Señor? ¿Sentimos con seguridad que Él es luz, salvación, defensa de nuestra vida, tranquilidad? ¿Estamos seguros de que incluso en la soledad y en la pérdida de los afectos más entrañables, nunca estamos totalmente solos, porque sobre nosotros se inclina Dios misericordioso?

11 Indícame, Señor, tu camino
y guíame por un sendero llano,
porque tengo muchos enemigos.
12 No me entregues a la furia de mis adversarios,
porque se levantan contra mí testigos falsos,
hombres que respiran violencia.
Pedimos ansiosamente conocer los caminos del Señor, que son la senda que nos lleva a su protección, reconociendo que el mundo pone ante nosotros enemigos y tentaciones que nos acechan constantemente; y por ello necesitamos que nos señale su ruta clara para no desviarnos de los preceptos divinos.
Conscientes del peligro, pedimos que nuestro camino sea por lugares llanos y abiertos, no por encrucijadas llenas de salteadores, repletas de los peligro del mundo actual, de los medios de información y de los medios de comunicación social que, con frecuencia nos presentan un mundo “feliz” lleno de “trampas”.
¿Intentamos no meternos en “terrenos de tentaciones”? ¿Frecuentamos la oración para unirnos al Señor? ¿Colaboramos en la comunidad para conseguir un ambiente alegre y encaminado siempre al Señor?

13 Yo creo que contemplaré la bondad del Señor
en el país de la vida.
14 Espera en el Señor y sé fuerte;
ten valor y espera en el Señor.
Pero estamos seguros de nuestra causa justa y de la protección del Señor, y por eso esperamos contemplar la bondad de Yahvé, es decir, gozar de la dicha del Señor, recibir el auxilio benevolente de su Protector, y esto le fuerza para continuar viviendo.
En sus perspectivas no hay esperanza de retribución en el más allá, sino que aspira a recibir de su Dios el premio a su virtud en la tierra de los vivientes, en el país de la vida, en la vida actual, en oposición a la de los muertos de la región subterránea del seol, una especie de infierno.
“Si la confianza se refiere al presente, la esperanza mira al futuro: el horizonte de este futuro puede ser inmediato (expectación), puede ser cercano y remoto. Esta dirección hacia el futuro imprime un dinamismo al salmo, que no descansa en un momento limitado.
Por eso podemos, rezando este salmo, expresar nuestra confianza presente: así cumple la expectación de los antiguos; además puede expresar su esperanza, que mira hacia la consumación.
El templo del Señor es su presencia terrestre apoyando la confianza, y su plenitud celeste dilatando la esperanza. Lo mismo el país de la vida: es la Iglesia presente, como imagen y preparación; es, sobre todo, la patria celeste.
El final resume toda la actitud del salmo: esperanza. El país de la vida es la tierra prometida, donde se realiza la vida verdadera, cerca de Dios. Un oráculo sacerdotal rubrica la plegaria: en forma imperativa, eficaz, equivale a una promesa de Dios”. [L. Alonso Schökel]
El salmista ha afirmado su confianza y en ella ha enraizado su fe. Desde aquí se despliega hacia un futuro de esperanza, que comienza a ser formulado como esperanza en la resurrección. Se inicia lo que será el drama de la esperanza cristiana: los triunfos aparentes del mal pueden fatigar la esperanza. Pero cuando sabemos que Dios ha depositado en nosotros las arras de la herencia futura, nuestra esperanza no puede fallar. El Dios invisible combate y reina al lado de los suyos. Podemos gloriarnos «hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza» (Rm 5,3). Mientras así nos comportamos, oramos con la Iglesia de los primeros días: «Marana tha», ¡Ven, Señor, Jesús!, dando cauce al deseo ardiente de un amor que siempre ansía la presencia de Dios.
¿Creemos en nuestra resurrección? ¿Somos conscientes de la bondad del Señor? ¿Cómo anda nuestra esperanza? ¿Ser cristianos es motivo de alegría? ¿Tratamos de evangelizar esa alegría?

Como resumen final incorporo estas consideraciones sobre la oración a la que nos lleva el salmo en su conjunto:
Para la lectura espiritual
La vida de fe no puede prescindir de la oración. Ahora bien, en una existencia secular, en el mundo, parece que la oración es, al mismo tiempo, indispensable y difícil. Las vidas consagradas a Dios son vidas que oran, sean quienes sean, estén donde estén; su oración es, al mismo tiempo, un don de Dios y una conquista. Una vida secular privada de oración no pertenece a Dios.
Ahora bien, así como es necesario encontrar las modalidades de los consejos evangélicos en las condiciones de la vida secular, también lo es que en estas mismas condiciones se encuentren las modalidades de la oración y de sus auxilios casi indispensables: el silencio, el recogimiento, el sentido litúrgico.
Creer intensamente que Dios existe, que es el Dios vivo y verdadero, y que ama, de tal modo que podemos darle nuestra vida, debe comportar, con un mínimo de lógica, la necesidad de hacer silencio, de configurarnos en la intención o en la acción con lo que él ha prescrito para adorarle.
La oración conserva, en efecto, a través de todos los estados de vida, algo que es siempre lo mismo: la relación entre un hombre y su Dios, y esa relación es amor. Sin embargo, para todos los que han sido llamados —sea cual sea la modalidad de la llamada— a entregarse a Dios, la oración será siempre, poco o mucho, un sacrificio. Tiene en común con el celibato querido, la pobreza querida, la obediencia querida, el aspecto sacrificial: es un conjunto. Por ese motivo debe tener para sí el tiempo que le pertenece de manera exclusiva. Sin este tiempo, el tiempo restante quedará vacío o quedará como si estuviera desprendido de Dios. No debe ser un tiempo superfluo: lo tomamos del tiempo útil para darle una mayor utilidad (M. Delbrél, Comunitá secondo il vangelo, Morcelliana, Brescia 1976, pp. 162ss. Edición española: Comunidades según el evangelio, PPC, Madrid 1998).