Salmo 081


Introducción. – “Si mi pueblo me escuchara, yo sometería luego a sus enemigos”. Somos débiles y nos falta el dinamismo para evangelizar y cambiar el mundo: es que no hemos abandonado totalmente a nuestros falsos dioses.
Si se evoca la obra de Dios en el pasado, su elección y providencia singular, es para afirmar la fidelidad en el presente. Las palabras de Dios son más promesa renovada que juicio. Formalmente, la primera parte del salmo es una invitación a la alabanza con su motivación (vv. 2-6). El resto es una palabra de Dios que recoge los siguientes motivos: liberación de Egipto y conducción por el desierto (vv. 6c-8), alianza sinaítica (vv. 9-11), la infidelidad de los antepasados (vv. 12-13) y vigencia de las promesas hechas al pueblo (vv. 14-17). Por consiguiente, junto a la alabanza hay un paréntesis de sabor deuteronómico. El contenido básico de la exhortación es que la gracia de Dios exige fidelidad al Pueblo.

1 Al Director. Según la oda de Gat. De Asaf.
2 Aclamad a Dios, nuestra fuerza;
dad vítores al Dios de Jacob:
3 acompañad, tocad los panderos,
El arpa deliciosa y el salterio;
4 tocad la trompeta por la luna nueva,
por la luna llena, que es nuestra fiesta.
El salmista sabía que era bueno para el pueblo de Dios el escuchar la exhortación de cantad con gozo. Nuestros cantos hacia Dios le honran, y si cantamos debemos de cantar con gozo. Hay un lugar para cantos ricos con admiración, reverencia, o arrepentimiento, pero jamás hacia la exclusión de cantos con la cual se deba de aclamad con júbilo al Dios de Jacob.
Mientras el cántico hacia Dios es elevado, también lo debiera de hacer la habilidad musical con los instrumentos. Así tenemos tres: el pandero, el arpa deliciosa y el salterio.
«Tocad la trompeta por la luna nueva, que es nuestra fiesta» (Sal 80,4). Estas palabras del salmo 80, remiten a una celebración litúrgica según el calendario lunar del antiguo Israel. Es difícil definir con precisión la festividad a la que alude el salmo; lo seguro es que el calendario litúrgico bíblico, a pesar de regirse por el ciclo de las estaciones y, en consecuencia, de la naturaleza, se presenta firmemente arraigado en la historia de la salvación y, en particular, en el acontecimiento fundamental del éxodo de la esclavitud de Egipto, vinculado a la luna nueva del primer mes (cf. Ex 12,2.6; Lv 23,5). En efecto, allí se reveló el Dios liberador y salvador.
“Franz Delitzsch, uno de los grandes comentaristas alemanes, señala que las convocaciones del versículo 2 es hacia toda la congregación; las convocaciones del versículo 3 es hacia los Levitas, quienes eran los cantores y músicos señalados para el templo; y las convocaciones en el versículo 4 es para los sacerdotes que tenían la tarea en específico de hacer sonar las trompetas.”
¿Cantamos al Señor, a pesar de nuestro mal oído? ¿Sabemos alabarlo?

5 Porque es una ley de Israel,
un precepto del Dios de Jacob,
6 una norma establecida para José
al salir de Egipto.
Oigo un lenguaje desconocido:
7 «Retiré sus hombros de la carga,
y sus manos dejaron la espuerta.
Una fiesta litúrgica tradicional, establecida en la época fundacional del pueblo, es decir, cuando salió de Egipto y selló la alianza
Como dice poéticamente el versículo 7, fue Dios mismo quien quitó de los hombros del hebreo esclavo en Egipto la cesta llena de ladrillos necesarios para la construcción de las ciudades de Pitom y Ramsés (cf. Ex 1,11.14). Dios mismo se había puesto al lado del pueblo oprimido y con su poder había eliminado y borrado el signo amargo de la esclavitud, la cesta de los ladrillos cocidos al sol, expresión de los trabajos forzados que debían realizar los hijos de Israel.
¿Sabemos ver la mano del Señor en las angustias de nuestra vida?

8 Clamaste en la aflicción, y te libré,
te respondí oculto entre los truenos,
te puse a prueba junto a la fuente de Meribá. (Pausa)
9 Escucha, pueblo mío, doy testimonio contra ti;
¡ojalá me escuchases, Israel!
10 No tendrás un dios extraño,
no adorarás un dios extranjero;
11 yo soy el Señor, Dios tuyo,
que te saqué de la tierra de Egipto;
abre la boca que te la llene».
Empieza el oráculo en el que Dios habla en primera persona y se refiere al hecho fundamental de la redención, la liberación de Egipto; al episodio de Meribá, en el que el pueblo «se querella contra Dios»; y la teofanía del Sinaí cuando Dios habla entre truenos.
Si se acepta la trasposición, se trataría de un profeta que pronuncia su oráculo inspirado en medio de la asamblea. Lo que va a decir es un lenguaje que él escucha: Dios lo invita a abrir la boca para recibir de Dios las palabras que después transmitirá a su pueblo (como Ezequiel que debe devorar y digerir el rollo escrito).
Introduce la «querella» o juicio de Dios contra su pueblo, en la que Dios es parte del litigio (no precisamente juez imparcial); el hecho de que sea «su pueblo» legitima la querella.
La acusación se hace según los preceptos de la alianza, o sea, el decálogo (como en el salmo 49.50). Aquí se enuncia el primer precepto, el que exige el culto exclusivo del Señor, cuyo fundamento histórico es la redención en Egipto.
Así, el Señor nos invita ante todo a la observancia fiel del primer mandamiento, base de todo el Decálogo, es decir, la fe en el único Señor y Salvador, y la renuncia a los ídolos (cf. Ex 20,3-5). En el discurso del sacerdote en nombre de Dios se repite el verbo «escuchar», frecuente en el libro del Deuteronomio, que expresa la adhesión obediente a la Ley del Sinaí y es signo de la respuesta de Israel al don de la libertad. Efectivamente, en nuestro salmo se repite: «Escucha, pueblo mío. (...) Ojalá me escuchases, Israel (...). Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer. (...) Ojalá me escuchase mi pueblo» (Sal 80, 9.12.14).
¿Sabemos recurrir al Señor? ¿Escuchamos su respuesta?

12 Pero mi pueblo no escuchó mi voz,
Israel no quiso obedecer:
13 los entregué a su corazón obstinado,
para que anduviesen según sus antojos.
14 ¡Ojalá me escuchase mi pueblo
y caminase Israel por mi camino!:
15 en un momento humillaría a sus enemigos
y volvería mi mano contra sus adversarios.
16 Los que aborrecen al Señor lo adularían,
y su suerte quedaría fijada;
17 los alimentaría con flor de harina,
los saciaría con miel silvestre.
Sólo con su fidelidad en la escucha y en la obediencia el pueblo puede recibir plenamente los dones del Señor. Por desgracia, Dios debe constatar con amargura las numerosas infidelidades de Israel. El camino por el desierto, al que alude el salmo, está salpicado de estos actos de rebelión e idolatría, que alcanzarán su culmen en la fabricación del becerro de oro (cf. Ex 32,1-14).
El castigo consiste en un abandono de Dios: especie de consecuencia dialéctica. No hay castigo más grave que ser abandonado por Dios a la obstinación del propio corazón. Pero este castigo no es definitivo, sino saludable, para que el pueblo se convierta. Mientras suena la palabra de Dios, aunque sea acusando, Dios no ha abandonado a su pueblo, la salvación se acerca precisamente en esa palabra divina de denuncia.
La última parte del salmo (cf. vv. 14-17) tiene un tono melancólico. En efecto, Dios expresa allí un deseo que aún no se ha cumplido: «Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino» (v. 14).
Con todo, esta melancolía se inspira en el amor y va unida a un deseo de colmar de bienes al pueblo elegido. Si Israel caminase por las sendas del Señor, él podría darle inmediatamente la victoria sobre sus enemigos (cf. v. 15), y alimentarlo «con flor de harina» y saciarlo «con miel silvestre» (v. 17). Sería un alegre banquete de pan fresquísimo, acompañado de miel que parece destilar de las rocas de la tierra prometida, representando la prosperidad y el bienestar pleno, como a menudo se repite en la Biblia (cf. Dt 6,3; 11,9; 26,9.15; 27,3; 31,20). Evidentemente, al abrir esta perspectiva maravillosa, el Señor quiere obtener la conversión de su pueblo, una respuesta de amor sincero y efectivo a su amor tan generoso.
Por eso sigue la invitación a convertirse, repitiendo las bendiciones anejas al cumplimiento fiel de la alianza: bendiciones en la agresión bélica y en la paz agrícola.
En la relectura cristiana, el ofrecimiento divino se manifiesta en toda su amplitud. En efecto, Orígenes nos brinda esta interpretación: el Señor «los hizo entrar en la tierra de la promesa; no los alimentó con el maná como en el desierto, sino con el grano de trigo caído en tierra (cf. Jn 12,24-25), que resucitó... Cristo es el grano de trigo; también es la roca que en el desierto sació con su agua al pueblo de Israel. En sentido espiritual, lo sació con miel, y no con agua, para que los que crean y reciban este alimento tengan la miel en su boca» (Homilía sobre el salmo 80, n. 17: Origene-Gerolamo, 74 Omelie sul Libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 204-205).
Como siempre en la historia de la salvación, la última palabra en el contraste entre Dios y el pueblo pecador nunca es el juicio y el castigo, sino el amor y el perdón. Dios no quiere juzgar y condenar, sino salvar y librar a la humanidad del mal. Sigue repitiendo las palabras que leemos en el libro del profeta Ezequiel: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor. Convertíos y vivid» (Ez 18, 23.31-32).
La liturgia se transforma en el lugar privilegiado donde se escucha la invitación divina a la conversión, para volver al abrazo del Dios «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34,6).
¿Sabemos de la fidelidad del Señor? ¿Le correspondemos?