Salmo 006

 

Del maestro de coro. Para instrumentos de cuerda.  En octava. Salmo de David.

2 Señor, no me reprendas por tu enojo ni me castigues por tu indignación.
3 Ten piedad de mí, porque me faltan las fuerzas; sáname, porque mis huesos se estremecen.
4 Mi alma está atormentada, y tú, Señor, ¿hasta cuándo...?
5 Vuélvete, Señor, rescata mi vida, sálvame por tu misericordia,
6 porque en la Muerte nadie se acuerda de ti, ¿y quién podrá alabarte en el Abismo?
7 Estoy agotado de tanto gemir: cada noche empapo mi lecho con llanto, inundo de lágrimas mi   cama.
8 Mis ojos están extenuados por el pesar y envejecidos a causa de la opresión.
9 Apártense de mí todos los malvados, porque el Señor ha escuchado mis sollozos.
10 El Señor ha escuchado mi súplica, el Señor ha aceptado mi plegaria.
11 ¡Que caiga sobre mis enemigos la confusión y el terror,  y en un instante retrocedan avergonzados!

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Introducción.- Esta súplica refleja las angustias de un justo postrado en el lecho del dolor, al que, al mismo tiempo que siente dolor y congoja por algo que cree haber hecho mal, se siente afectado, no sólo por la enfermedad, sino también por los sufrimientos morales a causa de la hostilidad de unos enemigos anónimos que atentan contra su fama y vida espiritual

2 Señor, no me reprendas por tu enojo ni me castigues por tu indignación.

Las palabras como reprender y castigar son palabras que no caen muy bien a la familia de esta sociedad occidental; así les va de bien; donde no reconocen los jóvenes la maldad que encierra el aborto, el libertinaje sexual, y, en general la sociedad, la fidelidad en el matrimonio y en la amistad, el no atender a los que más necesitan de nosotros; no sólo al económicamente pobre, que también, sino al muchas veces cercano con problemas de índole moral o psíquico, con falta de cariño, donde éstas y otros hechos no se reconocen, la justicia y la paz brillarán siempre por su ausencia.

Hay personas que asocian las enfermedades a las faltas que cometen, pero: a) Todas las personas tarde o temprano tenemos probabilidades de enfermar a causa de la edad; b) Hay enfermedades, en efecto, que son consecuencias de desmanes personales como el alcohol, las drogas, el sida, etcétera.

 

¿Tendríamos la Iglesia actual que hacer este ruego al Señor? ¿No estamos pecando por omisión en nuestras responsabilidades de amor al prójimo? ¿No estamos pecando por omisión en nuestras responsabilidades de evangelización? ¿Creemos que puede existir un Dios “indignado”?

 

3 Ten piedad de mí, porque me faltan las fuerzas; sáname, porque mis huesos se estremecen.
El salmista apela a la misericordia de Dios. No hay suficiente tierra ni mar ni cielo para escapar de la ira del Señor; por tanto, el salmista apela a la misericordia del Señor para, primero, ser restaurado y, segundo, para ser sanado. Adán quería esconder su pecado en la espesura del huerto; Moisés quería libertar a su pueblo a su manera, mató al egipcio y lo escondió en la arena, pensó: “nadie me vio”; Jonás se escondía del Señor el fondo de un barco, sobre la quilla. Pero: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde me iré de tu presencia?”. (Sal. 139, 7)

La piedad es una “virtud que inspira, por el amor a Dios, tierna devoción a las cosas santas, y, por el amor al prójimo, actos de amor y compasión”.(Diccionario de la RAE), y también “Lástima, misericordia, conmiseración”. ¿Qué le pedimos al Señor? Conociéndole, sabemos que “su misericordia es eterna” (Sal 18, 1. 28).

Misericordia es, con seguridad lo que el Señor tiene siempre con nosotros, y esa debe de ser nuestra confianza; pero una confianza que nos impulse, precisamente, a la piedad, al amor a Dios y al prójimo que nos lleven a actos de amor y compasión, porque “… si uno dice que tiene fe, pero no viene con obras, ¿de qué le sirve? ¿Acaso lo salvará esa fe?” (Stgo 2, 14).

¿Tengo realmente confianza en qué Dios interviene en mi vida? ¿Creo firmemente que Él puede sanarme de mis faltas de amor? ¿Veo a Jesús, el Cristo, cómo verdadero ejemplo de vida, de real aplicación de la misericordia del Padre?

 

4 Mi alma está atormentada, y tú, Señor, ¿hasta cuándo...?
La falta de paz interior puede venir de una o más de estas tres condiciones básicas: miedo, culpa y el sentimiento de no sentirse amado. Ninguna de estas tres pueden curarse con las cosas que tenemos, o podemos tener en esta vida, ya que están basadas en nuestra relación con Dios, lo cual incluye nuestra fe en Él.

Así Pablo dice: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego con acción de gracias, y la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús." (Fil 4, 6 – 7)

Dice el Señor: “Venid a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré; cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy paciente y humilde de corazón y vuestras almas encontrarán descanso, pues mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt 11, 28 – 30)

¿ Creemos las palabras tan claras de Pablo? ¿Confiamos en esas ofertas del Señor? ¿Confiamos en que podemos poner nuestra ansiedad en las manos del Señor, nuestras preocupaciones y nuestros temores? ¿Somos capaces de dialogar con Él? ¿Tenemos confianza en que su mano siempre estará dispuesta a la ayuda?

 

5 Vuélvete, Señor, rescata mi vida, sálvame por tu misericordia,

Si apelamos a la justicia, ¿qué podemos decir? Pero si apelamos a la misericordia podemos todavía clamar, a pesar de la inmensidad de nuestra culpa.

Esta petición encierra, sin duda, un profunda declaración de fe, una total confianza en que el Señor nos salva.

Es nuestra actual confianza en la redención que la muerte y resurrección de Jesús nos ha entregado de forma tan gratuita, mostrando su gran misericordia y su compasión.

¿Será verdad que desde sus entrañas de misericordia, Dios, más que fijarse en nuestras faltas, está siempre buscando como responder a nuestras necesidades?

¿Será una realidad que lo decisivo no es la práctica religiosa de cada uno, sino la insondable misericordia de Dios?

Y Jesús también nos lo dice a nosotros: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”. Es un serio aviso para nuestro ser cristiano. Menos ritos y más amor al prójimo, más aproximación a los necesitados, que requieren salvación física y espiritual, nuestra compasión y nuestro tiempo, nuestra ayuda económica y física.

Y es que el Señor nos rescata, pero espera que, todo el que sea capaz, con generosidad e iniciativa, debe ser también “agente” del Señor con otras personas, en su nombre.

¿Comprendemos el significado de la “misericordia”? ¿Nos damos cuenta de la profundidad que Jesús le dio a la compasión? ¿Nos damos cuenta de que Jesús atraía especialmente a los que vivían en la miseria? ¿Sabemos nosotros atender en nuestras Parroquias a estas personas? ¿Vemos alguna de ellas compartir las Eucaristías con el resto de la Parroquia? ¿Pedimos al Señor alguna vez que nos rescate de nuestras miserias?

6 porque en la Muerte nadie se acuerda de ti, ¿y quién podrá alabarte donde reina la muerte?

La Escritura llama infiernos, sheol, o hades (cf. Flp 2, 10; Hch 2, 24; Ap 1, 18; Ef 4, 9) a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios (cf. Sal 88, 11-13). Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos (cf. Sal 89, 49;1Sam 28, 19; Ez 32, 17-32), lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el "seno de Abraham" (cf. Lc 16, 22-26). "Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos". Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados (cf. DS 587) ni para destruir el infierno de la condenación.

Pero, ¿por qué temer tanto a la muerte?; ya Isaías nos indica lo que Yahvé preparaba: “… En este cerro quitará el velo de luto que cubría a todos lo pueblos y la mortaja que envolvía a todas las naciones. Y destruirá para siempre la muerte” (Is 25, 7-8)

Jesús se ha acordado de todos en su muerte y resurrección, venciendo la muerte, y llevándonos a la vida para siempre. Y desde allí las alabanzas pueden y deben ser elevadas al Señor, y todos seremos alabados allí y desde allí.

¿Compartimos nosotros el pesimismo del salmista? ¿No esperamos que nuestras familias nos recuerden al morir? ¿No esperamos encontrarnos, ya resucitados, con el Señor? ¿No esperamos estar en un “lugar” en el que la alabanza al Señor sea constante y que ella redunde también en nosotros?


7 Estoy agotado de tanto gemir: noche tras noche empapo mi lecho con llanto, inundo de lágrimas mi cama.

“Llama lecho al lugar donde descansa el espíritu débil y desmejorado. Es decir, está recostado en el placer corporal y en todos los deleites mundanos. Todo este tipo de placeres los lava con lágrimas quien intenta zafarse de ellos. Por un lado, ve que ya desaprueba los apetitos de la carne, mientras que, por otro, su debilidad es fácil presa del placer, y en el placer se halla a gusto. Si no se halla curado, el espíritu no puede levantarse de este lecho. La expresión noche tras noche quizá quiso interpretarla como sigue: quien goza de disponibilidad de espíritu percibe una pequeña lucecita de la verdad. No obstante, debido a la debilidad de la carne, se apoltrona de vez en cuando en los placeres de este mundo. En cierto modo se ve como forzado a soportar días y noches, con alternativas de sentimientos encontrados.” (San Agustín)

La oración puede surgir con facilidad: “No lloro por miedo a nadie ni por compasión de mí mismo. Sufro en la noche sin conciliar el sueño, porque sé que me he portado mal contigo, Señor, y ese pensamiento me parte el alma y ahuyenta el sueño. Acepta mis lágrimas, Señor.” Y seguro que el Señor la escuchará, con atención y tranquilizará nuestro sueño

¿Creemos en la misericordia del Señor? ¿Estamos dispuestos a la conversión?  ¿Nos “enquistamos” en nuestras angustias? ¿No somos capaces de acoger el amor de Dios en nuestros corazones?

 


8 Mis ojos están extenuados por el pesar y envejecidos a causa de la opresión.

Para conseguir la misericordia de Yahvé, el salmista se vuelve hacia su triste situación. Se siente agotado en su lecho de dolor, no sólo por sus debilidades físicas, sino por la hostilidad de sus adversarios. No concreta en qué consiste esta oposición, pero quizá aluda a calumnias injuriosas o a la satisfacción que ellos sienten ante los dolores del que se creía justo a buen recaudo de la Providencia divina.

Los compañeros de Job le echan en cara sus supuestos pecados ocultos porque sufre "tocado" de la mano de Dios. Los enemigos del salmista sin duda que le echaban en cara su falsa piedad al verle postrado en el lecho de dolor. ¡Tantas veces había predicado la confianza en la justicia divina, que retribuye a cada uno según sus obras! Y ahora él se encontraba impotente a pesar de su supuesta inocencia y rectitud moral. Su enfermedad era una prueba de que sus esperanzas eran vanas. Ante estas verosímiles actitudes de sus enemigos, al salmista no le queda sino llorar en silencio amargamente en su lecho, en espera de que Yahvé salga a su favor y muestre que sabe salvar a los que en El confían. Sus dolores han sido tan agudos, que sus ojos se debilitaron y envejecieron prematuramente.

Las dificultades profesionales y, aún más, las familiares, con separaciones matrimoniales, hostilidad de los hijos, nietos que no quieren saber nada de sus padres ni de sus abuelos, y muchas otras circunstancias, pueden “echarse encima” de la persona y afectar a su confianza en Dios, o servir para que otras personas que lo observan y son poco creyentes, duden de ese Dios que permite tantas angustias.

Y todo ello puede incidir físicamente en el cristiano. La oración, la escucha de la Palabra y la comunidad son el camino para seguir con la confianza puesta en el Señor y en el bien que siempre, siempre nos hace.

¿Confiamos en el Señor, aún en nuestras mayores dificultades? O bien ¿nos dejamos llevar por la tristeza y las dificultades? ¿Refrescamos y rejuvenecemos nuestra mirada en los ojos y la mirada misericordiosa del Señor?


9 Apártense de mí todos los malvados, porque el Señor ha escuchado mis sollozos.
El Señor está cerca de quienes tienen atribulado su corazón”, dice el Salmo 34, 19. Al dar a entender que el alma piadosa ha sido escuchada después de pasar por dificultades tan grandes, realidad perfectamente aplicable también a la Iglesia, el salmo da cuenta de la misericordia del Señor.

Quizá parezca que la afirmación inicial de este versículo es demasiado tajante, que disminuye la aplicación de esa misericordia del Señor a todos los seres humanos por igual.

El Antiguo Testamento tiene, en muchas ocasiones, un tratamiento duro para el malvado. “El malvado nunca quedará sin castigo, pero la descendencia de los justos será salvada” (Pro 12, 21). Incluyen los salmos imprecatorios que contienen imprecaciones, es decir, maldiciones o deseos de que a alguien le sucedan grandes males, constituyendo, sin duda, la más grave dificultad de la salmodia cristiana, porque no se ve cómo pueden conciliarse con la letra y el espíritu del evangelio.

Sin embargo, podemos, ¿y debemos?, entender que esos “malvados” y, en general, los “enemigos”, son nuestros propios vicios, defectos y faltas.

Y así podemos leer este versículo, que puede, ¿y debe?, servir para meditar sobre nuestra conducta, nuestra vida en general, nuestra vide de fe y nuestra dedicación y amor al prójimo

¿Tratamos de interpretar lo mejor posible la Escritura? ¿Podemos comprender las diferencias “conceptuales” entre el Antiguo y el Nuevo Testamento? ¿Sabemos leer el Antiguo desde la visibilidad que le da Jesús? ¿Cómo va nuestro examen de conciencia diario? ¿Lo hacemos?

 

 

 

10 El Señor ha escuchado mi súplica, el Señor ha aceptado mi plegaria.

El salmista repite su expresión de la acogida del Señor, mostrando su alegría por este hecho. Es, por otra parte el fruto de los gemidos y la extenuación expresadas en los versículos anteriores.

Así Jesús sabemos que dice en su discurso de la montaña: “Felices los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5, 4). Sigue estando en futuro lo que nosotros querríamos tener en presente. Pero asegura que si no “huimos” del dolor que nos visita o que visita a los que nos rodean y lloramos con ellos (Rom 12, 15), seremos consolados.

La oración es una parte fundamental de la vida de todo cristiano. En ella, elevamos nuestro espíritu, mente y corazón a Dios, Nuestro Creador. Nos comunicamos con Dios, le conversamos, le ofrecemos nuestro agradecimiento por todo cuanto nos ha dado, le alabamos por Su Inmensa Gloria, y le pedimos ayuda en nuestras necesidades. En la oración, por gracia divina, entramos en comunión con Dios, y vivimos en Él.

Hay múltiples expresiones de la escucha del Señor:

-         “No haréis daño a la viuda ni al huérfano. Si se lo hacéis ellos clamarán a mi, y yo escucharé su clamor” (Ex 22, 22)

-         “Es sabido que Dios no escucha a los pecadores, pero al que honra a Dios y cumple su voluntad, Dios lo escucha” (Jn 9, 31)

¿Tenemos la certeza de la escucha del Señor? ¿Es frecuente nuestra plegaria? ¿O solamente sabemos suplicar? ¿Nos sentimos consolados por el Señor?


11 ¡Que caiga sobre mis enemigos la confusión y el terror, y en un instante retrocedan avergonzados!

La causa  del salmista es la de Yahvé, y ahora ha mostrado de nuevo que no se olvida de los que le son fieles y a El se confían. Los adversarios del salmista serán por ello confundidos y avergonzados, pues la intervención de Yahvé en favor de él ha probado la legitimidad de sus esperanzas de salvación y de justa rehabilitación.

Con esa esperanza vivimos; con la esperanza de que nuestra oración que brota desde nuestra alma seca, sorda y ciega, alcance la luz de Dios y ya no tengamos miedo.

¿Y cuales son nuestros enemigos? No es necesario buscarlos lejos; los peores los tenemos dentro de nosotros y son los que con más fuerza pedimos al Señor que nos ayude a “controlar”. Queremos alejar de nosotros aquello que más nos lleva al mal; y no podemos, ni debemos culpar a gobernantes, Jerarquía eclesiástica, o a otras personas, de lo que no hacemos bien.

La gran oración que encierra este corto versículo debe de impulsarnos a la conversión, a ver si nuestro corazón y nuestra mente sigue aquello en que decimos creer, sigue al Señor en el hermano más próximo, en el más necesitado, aproximar nuestra comunidad a la caridad y a la comunicación.

Con esa esperanza vivimos; con la esperanza de que nuestra oración que brota desde nuestra alma seca, sorda y ciega, alcance la luz de Dios y ya no tengamos miedo.

¿Somos conscientes de lo que nos lleva al mal? ¿Tratamos de disculparnos echando “la culpa” de nuestros males a otras personas o Instituciones? ¿Nos vemos con fuerza y humildad cómo para superar nuestras faltas? ¿Se lo pedimos al Señor? ¿Somos constantes en nuestra oración?