SALMO 042
SALMO 042: ¿Cuándo iré a contemplar el rostro del Señor?
Introducción.- ¿Podríamos reconocernos a nosotros mismos en este Salmo? Quisiéramos tenerlo todo, y de inmediato, porque urge la certeza de la muerte al término del camino; nosotros también estamos desterrados en esta tierra, esperando ver el rostro de Dios. Es bueno que no nos sintamos satisfechos demasiado pronto con algunas bellas ceremonias.
1 Del maestro de coro. Poema de los hijos de Coré.
2 Como la cierva sedienta
busca las corrientes de agua,
así mi alma suspira
por ti, mi Dios.
3 Mi alma tiene sed de Dios,
del Dios viviente:
¿Cuándo iré a contemplar
el rostro de Dios?
Con esta célebre imagen comienza el salmo. En ella podemos ver casi el símbolo de la profunda espiritualidad de esta composición, auténtica joya de fe y poesía
La cierva sedienta es el símbolo del orante que tiende con todo su ser, cuerpo y espíritu, hacia el Señor, al que siente lejano pero a la vez necesario: "Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente".
En hebraico una sola palabra, nefesh, indica a la vez el "alma" y la "garganta". Por eso, podemos decir que el alma y el cuerpo del orante están implicados en el deseo primario, espontáneo, sustancial de Dios.
No es de extrañar que una larga tradición describa la oración como "respiración": es originaria, necesaria, fundamental como el aliento vital.
“Es deseo, anhelo, sed. Es el empuje vital de mis entrañas, el motivo existencial de mi vida entera sobre la tierra. Vivo porque te deseo, Señor; y en cierto modo muero también porque te deseo. Dulce tormento de amar a distancia, de ver a través del velo, de poseer en fe y esperar con impaciencia. Deseo tu presencia más que ninguna otra cosa en este mundo. Imagino tu rostro, escucho tu voz, adoro tu divinidad. Me consuela el pensamiento de que, si es tan dulce esperarte, ¿qué será encontrarte?
Quiero encontrarte en la oración, en tu presencia inconfundible durante esos momentos en los que el alma se olvida de todo a su alrededor y queda en silencio ante ti. Tú dominas el arte de hacer sentir tu presencia al alma que piensa en ti con amor. Atesoro esos instantes que anticipan el cielo en la tierra.” (Calos Vallés. Busco tu rostro)
Toda la afectividad de la persona aspira a un encuentro con Dios. Siendo cristianos, ¿no son esos nuestros deseos?
4 Las lágrimas son mi único pan
de día y de noche,
mientras me preguntan sin cesar:
«Dónde está tu Dios?»
Me recuerda a aquellos israelitas en su éxodo de Egipto que, faltándoles el agua cuestionan a Yahvé, y se preguntan: “¿Está Yahvé en medio de nosotros, o no?
Orígenes, gran autor cristiano del siglo III, explicaba que la búsqueda de Dios por parte del hombre es una empresa que nunca termina, porque siempre son posibles y necesarios nuevos progresos. En una de sus homilías sobre el libro de los Números, escribe: "Los que recorren el camino de la búsqueda de la sabiduría de Dios no construyen casas estables, sino tiendas de campaña, porque realizan un viaje continuo, progresando siempre, y cuanto más progresan tanto más se abre ante ellos el camino, proyectándose un horizonte que se pierde en la inmensidad" (Homilía XVII in Números, GCS VII, 159-160).
¿Nos preguntamos a veces dónde “tenemos” a nuestro Dios?
5 Al recordar el pasado,
me dejo llevar por la nostalgia:
¡cómo iba en medio de la multitud
y la guiaba hacia la Casa de Dios,
entre cantos de alegría y alabanza,
en el júbilo de la fiesta!
6 ¿Por qué te deprimes, alma mía?
¿Por qué te inquietas?
Espera en Dios, y yo volveré a darle gracias,
a él, que es mi salvador y mi Dios
Señor, todo mi ser te anhela, te desea con una fuerza de la que ni yo mismo me creía capaz. Querría ver tu rostro, contemplarte, por fin, a ti, el Dios de la vida, a quien he consagrado toda mi existencia. Me siento doblemente exiliado.
Estoy en medio de gente que te ignora y ni siquiera se imagina de lejos lo dulce que es pensar en ti, en las fiestas en tu honor, en las santas convocaciones en las que nos reuníamos para cantarte. Pero sé que debo esperar; estoy llamado a hacerlo por todos, incluso por los que se ríen de mí y dicen: «¿Dónde está tu Dios?».
7 Mi alma está deprimida:
por eso me acuerdo de ti,
desde la tierra del Jordán y el Hermón,
desde el monte Misar.
8 Un abismo llama a otro abismo,
con el estruendo de tus cataratas;
tus torrentes y tus olas
pasaron sobre mí.
Por desgracia, un presente triste se opone a aquel pasado alegre y sereno. El salmista se encuentra ahora lejos de Sión: el horizonte de su entorno es el de Galilea, la región septentrional de Tierra Santa, como sugiere la mención de las fuentes del Jordán, de la cima del Hermón, de la que brota este río, y de otro monte, desconocido para nosotros, el Misar.
Por tanto, nos encontramos más o menos en el área en que se hallan las cataratas del Jordán, las pequeñas cascadas con las que se inicia el recorrido de este río que atraviesa toda la Tierra prometida.
Sin embargo, estas aguas no quitan la sed como las de Sión. A los ojos del salmista, más bien, son semejantes a las aguas caóticas del diluvio, que lo destruyen todo. Las siente caer sobre él como un torrente impetuoso que aniquila la vida. En efecto, en la Biblia el caos y el mal, e incluso el juicio divino, se suelen representar como un diluvio que engendra destrucción y muerte.
¿Sabemos recurrir al Señor en nuestras desgracias?
9 De día, el Señor me dará su gracia;
y de noche, cantaré mi alabanza
al Dios de mi vida.
10 Diré a mi Dios:
«Mi Roca, ¿por qué me has olvidado?
¿Por qué tendré que estar triste,
oprimido por mi enemigo?».
La oración, que es la vida del corazón, la oración sencilla, es en primer lugar espera, cuya fuerza de atracción crece con el deseo de aquel que nos ama. Intentemos comprender bien esta espera (es decir, el tender hacia, el estar atentos a...); no significa pedir a alguien cualquier cosa, sino desear a la persona: Jesús, el único que es carne de nuestra carne, el «Dios-con-nosotros». A través de este movimiento de un corazón humilde y confiado, nos ponemos en sus manos.
Con Cristo, es con quien podemos rezar este salmo, aunque nuestra sed de Dios puede ser ampliamente saciada en él, porque él mismo es la fuente de agua viva: «Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba»; más aún: «De lo más profundo de todo aquel que crea en mí brotarán ríos de agua viva» (Jn 7,37s).
El creyente recibe, en efecto, el don del Espíritu, el Espíritu que Jesús ha derramado en nuestros corazones tras haber compartido hasta la angustia nuestra sed: «Después, Jesús, sabiendo que todo se había cumplido, para que también se cumpliese la Escritura, exclamó: "Tengo sed"» (Jn 19,28).
Perdóname, Señor. Hay momentos en los que este sentimiento de exilio se me hace insoportable. ¿Por qué tú también añades pena a mi pena y no te haces sentir, dejándome en la prueba? Este silencio tuyo se hace todavía más duro de soportar. Sé que un abismo excavado por el pecado, por mi pecado, me separa de ti.
Sin embargo, sé, Dios mío, que has enviado a Jesús, tu Hijo amado, a colmar con su amor toda lejanía. En él encontrará paz la sed de ti que me devora, y en él, mi Salvador, no tendrá fin tu alabanza. Acógeme y no dejes decepcionada mi esperanza.
¿Es constante nuestra oración? ¿Sabemos orar por aquellas otras personas que lo necesitan?
11 Mis huesos se quebrantan
por la burla de mis adversarios;
mientras me preguntan sin cesar:
«¿Dónde está tu Dios?»
12 ¿Por qué te deprimes, alma mía?
¿Por qué te inquietas?
Espera en Dios, y yo volveré a darle gracias,
a él, que es mi salvador y mi Dios.
Frente a estos labios secos que gritan, frente a esta alma atormentada, frente a este rostro que está a punto de ser arrollado por un mar de fango, ¿podrá Dios quedar en silencio? Ciertamente, no. Por eso, el orante se anima de nuevo a la esperanza
El desterrado salmista debe soportar la burlona pregunta de los incrédulos: «¿Dónde está tu Dios?». Sencillamente no existe, piensan quienes preguntan, porque es inoperante. No basta con que el salmista se refugie en su pasado ni saboree el polvo de la humillación presente; un aliento de esperanza futura es el bálsamo de su herida. Prueba similar experimentó Jesús cuando los judíos le preguntaron: «¿Dónde está tu Padre?» Si es Dios, que te libere en la hora fatal.
Hasta los discípulos le piden que les muestre al Padre. Pero he aquí que quien murió con una plegaria de confianza en los labios, entró en la presencia de Dios. Si hoy se nos formula tal zahiriente pregunta, derramemos sobre nuestra herida el aceite de la esperanza, procedente de la nube de testigos que nos rodea. Traigamos a consideración que Jesús sufrió la contradicción para que no decaigamos de ánimo rendidos por la fatiga y caminemos con la plegaria: «Después de este destierro, muéstranos a Jesús»
Esperar a Dios no significa ponerse en un estado de ánimo pasivo o ser presa del nerviosismo, como cuando estamos atrapados en un atasco, sino que es la actitud de un corazón que se abre para acoger a aquel que nos está buscando. Pensemos en los seres a los que queremos, en nuestros amigos. Cuando les esperamos, nuestro corazón se abre como un espacio de acogida que toma la forma de aquel o aquella al que estamos esperando.
Para vivir la espera es preciso que nos tomemos tiempo. Tomarse tiempo para ofrecérselo a él, para que él pueda darse a nosotros y para que nosotros podamos llegar a ser suyos. Esta es la espera. «Yo te pertenezco. Sin saber cómo, te pertenezco».
En esto consiste todo. Hay una expresión muy bella en Isaías: «En él he puesto mi esperanza» (Is 8,17). No sólo debemos desear a Jesús, sino poner en él nuestra espera. Esperarlo y encontrarlo en la fe. La maravilla es que Jesús sale siempre al encuentro de los que le desean, no sólo al final de nuestro paso por esta tierra -somos viajeros de paso-, sino desde ahora, hoy, en todo instante
¿Sabemos que se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente? ¿Nos damos cuenta también de que la esperanza viva produce obras, porque no puede ser inactiva?