Salmo 043

 


Introducción.- Es la oración fervorosa que el creyente, sumergido en un ambiente contrario, dirige a Dios para no vacilar en su fe. Empieza con un canto de lamentación, al que sigue el canto en el templo para terminar con una expresión de esperanza.
1 Hazme justicia, Señor,
y defiende mi causa
contra la gente sin piedad;
líbrame del hombre falso y perverso.
Oh Dios, hazme justicia, defiéndeme de quien intenta alejarme de ti: tú, oh Dios, eres mi fuerza. ¿Por qué me rechazas? ¿Por qué tú también me pareces lejano y no quieres escuchar mis oraciones? Envía a Jesús, tu Hijo, que es la luz verdadera venida a iluminar nuestras tinieblas.
Envía a tu Cristo, que es Camino, Verdad y Vida, a fin de que me sirva de guía para retornar del país del exilio a ti, mi meta deseada. Haz que yo llegue al templo santo donde Jesús consuma cada día su sacrificio, única ofrenda pura y perfecta que te alaba dignamente, oh Dios, alegría de mi alegría. Alma mía, no te abatas más, porque el Señor ha acogido en Jesús, tu Salvador y tu Dios, tu oración.
Hay situaciones en las que no queda otra alternativa que recurrir a Dios. Es el momento de la prueba, de la traición, en el que no podemos contar con nadie: «Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, que compartía mi pan, es el primero en traicionarme» (Sal 40,10).
El propio Jesús pasó por esta triste experiencia. A menudo es éste también el tiempo en el que Dios nos parece alejado, ausente; en el que, más aún, su silencio suena como un rechazo, como un abandono incomprensible. Todo cristiano que viva con madurez la experiencia de la fe pasa por la «noche oscura», que no está reservada sólo a los místicos, sino que forma parte del camino normal de profundización en la relación con Dios. Sin embargo, la oración no se apaga en esa oscuridad, sino que, al contrario, brota con una profundidad nueva, antes desconocida.
¿Tratamos de ser justos en nuestra actividad humana cotidiana? ¿Sabemos defender a los más humildes?

2 Si tú eres mi Dios y mi fortaleza,
¿por qué me desamparas?
¿Por qué tendré que estar triste,
oprimido por mi enemigo?
Indudablemente hay momentos y situaciones en la vida en los que el ser humano duda del amparo, de la protección del Señor.
Andamos tristes, el enemigo nos hostiga a diario con tentaciones, incitándonos a lo que está mal que amemos, o a que temamos lo que no debemos temer; y al luchar el alma contra ambas cosas, aunque no caiga, sí se tambalea, y de ahí le viene la tristeza, y por eso dice a Dios: ¿Por qué?
Mejor que nos lo preguntemos a nosotros mismos y tendremos la respuesta a ese por qué. En el salmo buscamos la causa de nuesta tristeza, y decimos: ¿Por qué me rechazas, y por qué voy andando triste?
Ya lo has oído: Por el pecado. La causa de nuestra tristeza es el pecado; que la bondad sea la causa de nuestra alegría. Queríamos pecar y nos neg.abamos a resistir; como si fuera poco el ser tú injusto, pretendíamos que lo fuera también el que no quisiéramos que nos castigase.
¿Por qué vamos andando tristes, mientrasnuestroi enemigo nos hostiga? Nos quejamos del enemigo; es verdad, nos hostiga, pero somos nosotros los que le hemos dado la ocasión. Ahora está en nuestra mano lo que debemos hacer. Tomemos esta decisión: aceptemos al rey y rechacemos al tirano.
¿Tratamos de alejarnos del pecado que nos lleva a estas situaciones? ¿Nos acercamos al Señor reflejado en nuestro prójimo necesitado?

3 Envíame tu luz y tu verdad:
que ellas me encaminen
y me guíen a tu santa Montaña,
hasta el lugar donde habitas.
Se pide la verdad, se pide la luz, porque ya no se puede vivir en las tinieblas de la mentira. «Pedid y se os dará; llamad y se os abrirá», dice el evangelio. Poniendo nuestra confianza incondicionada en la Palabra de Dios, pedimos insistentemente con la certeza de que el Padre responde a sus hijos.
La fe se purifica en la espera sufrida y se convierte en lámpara que brilla en la noche; iluminado de este modo, el creyente se adentra por un camino en el que experimenta que Dios es Dios, que sus caminos no son nuestros caminos.
Es la condición indispensable para acceder al monte santo de Dios, a la alegría pura de reconocer que sólo Dios basta y que puede pedirle todo a quien ama desde siempre y para siempre.
La «verdad», o sea, la fidelidad amorosa del Señor, y la «luz», es decir, la revelación de su benevolencia, se representan como mensajeras que Dios mismo enviará del cielo para tomar de la mano al fiel y llevarlo a la meta deseada
¿Nos dejamos iluminar por la luz de nuestro Padre? ¿Confiamos en nuestra resurrección que nos llevará aun más cerca del Señor?

4 Y llegaré al altar de Dios,
el Dios que es la alegría de mi juventud;
y te daré gracias con la cítara,
Señor, Dios mío.
En ese momento todo se transforma en canto, alegría y fiesta. En el original hebraico se habla del «Dios que es alegría de mi júbilo». Se trata de un modo semítico de hablar para expresar el superlativo: el salmista quiere subrayar que el Señor es la fuente de toda felicidad, la alegría suprema, la plenitud de la paz.
La traducción griega de los Setenta recurrió, al parecer, a un término arameo equivalente, que indica la juventud, y tradujo: «al Dios que alegra mi juventud», introduciendo así la idea de la lozanía y la intensidad de la alegría que da el Señor.
¿Encontramos nuestra alegría en el Señor? ¿Nos acercamos a Él con frecuencia a lo largo de nuestros días? ¿En el trabajo? ¿En nuestra casa? ¿Con nuestra familia? ¿Cuál es nuestra esperanza?

5 ¿Por qué te deprimes, alma mía?
¿Por qué te inquietas?
Confía en Dios, y yo volveré a darle gracias,
a Él, que es mi salvador y mi Dios
El salmo se transforma en la oración del que es peregrino en la tierra y se halla aún en contacto con el mal y el sufrimiento, pero tiene la certeza de que la meta de la historia no es un abismo de muerte, sino el encuentro salvífico con Dios.
La esperanza es la virtud de quien vive en el tiempo. Ésta se apoya en el pasado para alcanzar el futuro a través de la paciencia del presente. No se trata del optimismo, no se trata de esa fácil actitud en virtud de la cual pensamos que las cosas acabarán siempre arreglándose por sí solas. Más aún, el hecho de tomar conciencia de una incapacidad radical para liberarnos es precisamente también el punto de partida del cristianismo. El hombre pide siempre, en todas partes, desde el fondo de su miseria, la ayuda de quien puede liberarle; allí donde se pronuncia una oración ya está presente la esperanza. Ahora bien, si este recurso a Dios es tan raro entre nosotros, se debe a que requiere una renuncia muy difícil. Preferimos bienes mediocres que podamos procurarnos con nuestras solas fuerzas a bienes que estaríamos obligados a recibir de otros.
La esperanza está hecha de humildad y de confianza. Nos hace salir de nosotros mismos para hacernos reposar en Dios con un acto de abandono heroico. Nuestra vida espiritual empezó el día en que nos resolvimos a descansar en Dios con la totalidad de nuestro peso. La revelación cristiana consiste precisamente en esto: en darnos cuenta de que Dios ha respondido a esta llamada. Lo esencial de las promesas de Dios ya se ha cumplido con la resurrección de Cristo. Todo lo que ya se ha cumplido es una garantía de lo que todavía falta por cumplirse. Esto se aplica asimismo a la vida individual. Aunque hayamos sido muy infieles, Dios sigue siendo fiel y nunca se vuelve atrás de sus promesas. El bautismo es la promesa y el compromiso de Dios. Podemos sustraernos a la gracia del bautismo, pero no podemos dejar de formar parte de los bautizados. La alianza es el amor vinculado al bautismo, a los sacramentos, a la Iglesia. La eucaristía es el sacramento de la alianza y hace a la esperanza inquebrantable.
La esperanza cristiana presupone, pues, que ya hay algo en posesión de la humanidad y de toda alma. Ahora bien, si ya poseemos algo, también seguimos esperando algo. La esperanza es la actitud de los que viven en esta espera. La verdadera esperanza está animada por la caridad; su objeto es propiamente el destino total del mundo y de la humanidad.
¿Confiamos de verdad en el Señor? ¿O en nuestras “horas bajas” no encontramos verdadero consuelo en Él?