Salmo 087
Introducción. – El salmista recuerda que Dios ha elegido a Jerusalén-Sión, o sea a la Iglesia, como capital de su pueblo y madre de todas las naciones
“En este salmo se canta y se recuerda una ciudad de la que somos ciudadanos por el hecho de ser cristianos, y de la cual estamos exiliados mientras seamos mortales. En otro tiempo hacia ella nos dirigíamos, pero no lográbamos encontrar el camino, ya que estaba interceptado casi del todo por matorrales, zarzas y espinos, hasta que el rey de dicha ciudad se hizo a sí mismo el camino para poder llegar nosotros a ella. Por eso, caminando en Cristo, aunque todavía como extranjeros, hasta que lleguemos a aquella ciudad, y suspirando por esa inefable quietud que reina en ella, de la cual se dijo que se nos prometió algo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado1; caminemos, pues, y cantemos de tal modo que avivemos este anhelo. Porque el que está deseando, aunque su lengua calle, canta su corazón”. (San Agustín).
1 Ama mi Dios su morada sobre el monte santo,
Para el judío la ciudad de Jerusalén, edificada sobre el monte Sión que David conquistó a los Jebuseos, es el lugar más santo, en el cual se encontrará el Templo, y a la cual irán de peregrinación.
Para nosotros, los cristianos, Jesús, el Cristo, vino a hacernos también ciudadanos de la “ciudad de los santos”, de la Comunidad de los Santos: somos de la casa de Dios, “cimentados en el edificio cuyas bases son los apóstoles y profetas, y cuya piedra angular es Cristo Jesús. En Él se ajustan los diversos elementos, y la construcción se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en el que nos vamos edificando hasta ser un santuario espiritual de Dios” (Ef 2, 19-22)
Es la Iglesia en la que nos integramos, de la que nuestra pequeña comunidad es una de sus estancias que nos alimenta, nos evangeliza y nos impulsa a la proclamación del Reino en este mundo tan lleno de ambiciones, rumores, ansias de poder, fundamentalismos religiosos... Nos anima a construir un mundo mejor sobre esa base que ya está puesta y que es Cristo Jesús. Una proclamación del Reino caracterizada por la justicia y la paz, la verdad y la igualdad, la generosidad y la fraternidad. Todo ello inundado por el Espíritu de Dios que recogemos en la escucha de la Palabra y en la oración, en el diálogo con el Señor.
¿Somos conscientes de esa pertenencia a la Comunidad de los Santos, y de ahí de nuestra responsabilidad en la extensión del Reino de Dios? ¿Dedicamos alguna “pequeña oración” diaria al mantenimiento de nuestro edificio cristiano? ¿Detectamos la presencia del Espíritu de Dios en nuestro corazón?
2 y el Señor prefiere las puertas de Sión
a todas las moradas de Jacob.
Jacob es uno de los varios nombres que recibe el pueblo de Israel. (Gn 32, 27-29). Es decir, que el salmista expresa que el Señor ama más a su ciudad que al resto de las moradas de su pueblo. Claro que, realmente, el Templo en Sión era donde el judío (y por tanto el salmista), sitúa a su Dios.
¿Y por qué las puertas? Porque por ellas entramos en el reino de Dios, ya que ellos, los Apóstoles, nos lo anuncian. Y cuando entramos por ellas, por Cristo entramos, porque él es la puerta.
Dios ha colocado en la ciudad santa su morada y la ama con predilección.
La Iglesia es la nueva Jerusalén, ciudad del templo, madre de muchos hijos nuevos; sus fieles celebran en la liturgia esta maravillosa fecundidad. Y en la Jerusalén de la tierra, ven una anticipación y un camino hacia la verdadera Jerusalén celestial.
¿Vemos algo cerradas las puertas de la Iglesia actual? ¿Vemos nuestras Parroquias demasiado sacramentalizadas? ¿Somos capaces de cruzar esas puertas e integrarnos en la esencia de nuestra Parroquia? ¿Están los Párrocos predispuestos a una verdadera colaboración de los laicos?
3 «¡Qué pregón tan glorioso para ti,
ciudad de Dios!
La santa Sión, ciudad de Dios, debe convertirse en la capital espiritual y madre de todos los pueblos.
Dice Isaías: “Por amor a Sión no me callaré, por Jerusalén no me quedaré tranquilo hasta que su justicia se haga claridad y su salvación brille como antorcha” (Is 62, 1).
La imagen de Jerusalén, ciudad de paz, unas veces esclava, otras veces libre pero así y todo decepcionante, mantiene despierto el sueño de la ciudad celestial prometida por Dios, que tan bien describe la Apocalipsis: “... Después vi un Cielo nuevo y una Tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido... Y vi a la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia que se adorna para recibir a su esposo”
Isaías usa preciosas imágenes para expresar el gran sueño de la futura Jerusalén; “ciudad definitiva de los hijos de Dios, colmada de riquezas que hace las delicias de su Dios.”
¿Por qué nos recuerda Dios tantas veces esas maravillas que no se concretan todavía? Es posible que lo haga para que mantengamos nuestra esperanza en las pruebas y tiempos poco claros de nuestra vida.
También en los momentos en que las cosas nos salen bien y vivimos llenos de esperanzas terrenales, debe ayudarnos a ser desprendidos en todo esto, sabiendo que nos espera algo mucho mejor todavía.
¿Cómo vemos la actual situación palestino/israelí? ¿Tenemos verdadera esperanza en esa ciudad celestial que nos espera? ¿Cómo nos imaginamos el cielo?
El fundamento de la gloria de Jerusalén es la elección. Dios mismo es el fundador de esta ciudad, en su nueva categoría sacra, ciudad del monte del templo. Aunque toda Palestina, las moradas de Jacob, son tierra de Dios, pero Sión es la «capital de Dios» en la tierra.
El canto a Jerusalén, ciudad de la paz y madre universal, por desgracia está en contraste con la experiencia histórica que la ciudad vive. Pero la oración tiene como finalidad sembrar confianza e infundir esperanza.
Sión es aclamada como madre de toda la humanidad y no sólo de Israel. Esa afirmación supone una audacia extraordinaria. El salmista es consciente de ello y lo hace notar: «¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios!». ¿Cómo puede la modesta capital de una pequeña nación presentarse como el origen de pueblos mucho más poderosos? ¿Por qué Sión puede tener esa inmensa pretensión? La respuesta se da en la misma frase: Sión es madre de toda la humanidad porque es la «ciudad de Dios»; por eso está en la base del proyecto de Dios.
En tu Jerusalén, Señor, encontramos el origen del pregón de tu bondad y misericordia a todas las naciones.
Dame, Señor, la fuerza y la inteligencia para ser capaz de proclamar tu Reino con palabras y testimonio, para llevar alegría y felicidad a todos aquellos con los que me relaciono.
4 Yo contaré a Egipto y a Babilonia
entre mis fieles;
Tiro, Filistea y Etiopía,
cada cual con sus hijos.
Egipto y Babilonia son archienemigos del pueblo escogido. Un día la irradiación de Jerusalén los ganará hasta convertirlos en ciudadanos del nuevo reino: lo mismo los enemigos históricos, filisteos, los comerciantes de Tiro, los remotos habitantes de Etiopía. Jerusalén se convierte en ciudad universal.
Dame un corazón ecuménico, Señor. Enséñame a amar a todos los hombres y respetar a todos los pueblos. «Contaré a Egipto y Babilonia entre mis fieles; filisteos, tirios y etíopes han nacido allí». Hazme sentir a gusto en todas las culturas, seguir siempre aprendiendo y abrazar con comprensión y afecto todo cuanto has creado en cualquier parte del mundo. Llévame a descubrir tu presencia en el corazón de cada persona, y hazme aprender tu nombre en todas las lenguas del mundo. Robustece mis raíces y ahonda mis fuentes, con la seguridad de que al hacerlo así me estoy acercando a todos mis compañeros de existencia, porque nuestra fuente común está en ti.
Se me ensanchan las fronteras del corazón, Señor, cuando rezo esa oración y sueño en ese momento. Seres de todas las razas que se juntan, porque todos vienen de ti y son uno en ti. Ese es tu plan, y yo lo abrazo con fe abierta y deseo ferviente. Todas las razas son una. Todos los hombres se encuentran. Todos son hijos de la misma madre. Esa es la meta de unidad hacia la que caminamos. El sello de hermandad. El árbol de familia. El destino supremo de la raza humana.
¿Llegaremos a formar todos un solo rebaño con un único pastor? ¿Cómo miramos/tratamos a los emigrantes? ¿Tendríamos una solución al grave problema?
5 Se dirá de Sión: «Uno por uno,
todos han nacido en ella;
y la eligió el señor Altísimo.
Todas las razas nacen en la Ciudad Santa. Todos los hombres y mujeres son compatriotas míos. Los miro a la cara y reconozco los rasgos de familia bajo la alegre variedad de perfiles y colores. Leo en cada rostro la respuesta de hermandad en el sentimiento que surge a un tiempo en mí y en la otra persona, impulsado por una misma sangre. Me siento hermano de cada hombre y cada mujer, y confío en que mi convicción me salga a los ojos y vibre en mis palabras para que proclame el mensaje de la unidad en alas de la fe.
No hay fronteras, no hay aduanas, no hay límites. Nadie es extranjero ante nadie. La naturaleza aborrece la burocracia. Lazos de familia trascienden códigos legales. La unidad es nuestro patrimonio. Nuestra sonrisa es nuestro pasaporte. Libertad para viajar, para reunirse, para encontrarse frente a frente con cualquier ser humano y sentirse uno con él. Y valor y fe para olvidar nuestras diferencias y reconocer nuestro destino común. Todos somos hijos de Sión.
¿Qué pensamos de los problemas de la emigración? ¿Conocemos a nuestros vecinos? ¿Conocemos a nuestros “compañeros” de Parroquia? ¿Qué podríamos hacer?
6 El Señor escribirá en el registro de los pueblos:
«Este ha nacido allí».
Aunque son extranjeros, pasan por un nuevo nacimiento y quedan inscritos como ciudadanos con pleno derecho de la ciudad que el Altísimo en persona ha fundado.
Para que habitemos en la Sión espiritual, la visión de ella debe nacer en nuestros corazones; una experiencia similar a la de nacer de nuevo, que necesitamos para entrar al cielo.
Cuando nacemos en la Sión espiritual, Dios hace algo en lo profundo de nuestros corazones por lo cual sabemos que somos llamados a Sión y a ser partícipes de su santidad.
Para que podamos habitar en la Sión celestial, la visión de ella debe nacer en nuestros corazones. Si la visión de Sión no nace en nosotros, no nacemos en Sión. ¡Es así de simple! Debemos orar para que el Señor haga que nazcamos en la Sión espiritual.
Pero el solo hecho de saber que somos llamados al monte de Sión no es suficiente. Después tenemos que tener lo necesario para ascender a Su monte santo. Los requisitos se presentan en el Salmo 15, 2-5 y en el Salmo 24, 3 - 4.
Citemos ahora cuatro de los requisitos del Salmos 24, 4: “¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en Su lugar santo? El hombre de manos limpias y de puro de corazón; que no confía en los ídolos y nunca jura en falso”.
Para ascender al monte de Sión, debemos tener manos limpias (es decir, obras limpias) y corazones puros (es decir, motivaciones rectas) y estar limpios de vanidad y engaño.
En la carta a los hebreos se indica que el destino final de los cristianos es el monte de Sión espiritual: “...sino que os habéis acercado al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles”. (Hb 12, 22)
Justamente en el momento del Bautismo los creyentes vivimos una experiencia auténticamente celestial, tomando conciencia, integrándonos en la Iglesia santa. Entramos en la familia de Dios, de los santos y de los ángeles.
¿Damos importancia a nuestro Bautismo? ¿Sabemos la fecha en que fuimos bautizados? ¿Cómo interpretamos nosotros las cuatro condiciones que cita el Salmo 24, 4 para “subir al monte de Jehová?
Jerusalén, madre de todos los pueblos. Todos los puntos cardinales de la tierra se encuentran en relación con esta madre: Egipto, el gran Estado occidental; Babilonia, la conocida potencia oriental; Tiro, que personifica el pueblo comercial del norte; mientras Etiopía representa el sur lejano y Palestina la zona central, también ella hija de Sión.
En el registro espiritual de Jerusalén se hallan incluidos todos los pueblos de la tierra: tres veces se repite la fórmula «han nacido allí (...); todos han nacido en ella» (vv. 4-6). Es la expresión jurídica oficial con la que se declaraba que una persona había nacido en una ciudad determinada y, como tal, gozaba de la plenitud de los derechos civiles de aquel pueblo.
Es sugestivo observar que incluso las naciones consideradas hostiles a Israel suben a Jerusalén y son acogidas no como extranjeras sino como «familiares». Más aún, el salmista transforma la procesión de estos pueblos hacia Sión en un canto coral y en una danza festiva: vuelven a encontrar sus «fuentes» (cf. v. 7) en la ciudad de Dios, de la que brota una corriente de agua viva que fecunda todo el mundo, siguiendo la línea de lo que proclamaban los profetas (cf. Ez 47,1-12; Zc 13,1; 14,8; Ap 22,1-2).
En Jerusalén todos deben descubrir sus raíces espirituales, sentirse en su patria, reunirse como miembros de la misma familia, abrazarse como hermanos que han vuelto a su casa.
Este salmo, página de auténtico diálogo interreligioso, recoge la herencia universalista de los profetas y anticipa la tradición cristiana que aplica este salmo a la «Jerusalén de arriba», de la que san Pablo proclama que «es libre; es nuestra madre» y tiene más hijos que la Jerusalén terrena. Lo mismo dice el Apocalipsis cuando canta a «la nueva Jerusalén, que baja del cielo, de junto a Dios».
En la misma línea del salmo 86, también el concilio Vaticano II ve en la Iglesia universal el lugar en donde se reúnen «todos los justos, desde Adán, desde el justo Abel hasta el último elegido». Esa Iglesia «llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos» (Lumen gentium, 2).
En la tradición cristiana, esta lectura eclesial del salmo se abre a la relectura del mismo en clave mariológica. Jerusalén era para el salmista una auténtica «metrópoli», es decir, una «ciudad-madre», en cuyo interior se hallaba presente el Señor mismo. Desde esta perspectiva, el cristianismo canta a María como la Sión viva, en cuyo seno fue engendrado el Verbo encarnado y, como consecuencia, han sido regenerados los hijos de Dios. Las voces de los Padres de la Iglesia como, por ejemplo, Ambrosio de Milán, Atanasio de Alejandría, Máximo el Confesor, Juan Damasceno, Cromacio de Aquileya y Germano de Constantinopla, concuerdan en esta relectura cristiana del salmo 86.
7 Juntos se alegran por ti,
Cantan y bailan
Cuando se pase lista en el cielo, estará la lista de Sión, en la que estarán escritos los nombres de aquellos dignos de entrar en ella. Los músicos que han actuado bajo la unción de Dios estarán allí: aquellos que, como todos los habitantes de Sión, tienen ese único deseo de contemplar la belleza de Jesús y de inquirir en Su santo templo. Pablo declara esta verdad en Filipenses 3:8: “... y todo lo considero como basura mientras trato de ganar a Cristo”. Todos nuestros deseos deben ser en el Señor y no provenir de nuestra egoísta naturaleza humana.
“La vida en esta ciudad es de alegría universal, de gozo para todos. Ahora en nuestro exilio estamos abatidos; pero en aquella nuestra morada, todo será alegría y júbilo. Desaparecerán el dolor y los gemidos; cesarán las súplicas de los necesitados, y en su lugar habrá alegría de los que disfrutan. Estará presente aquél por quien ahora suspiramos; “seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1Jn 3,2); toda nuestra ocupación será alabar a Dios y disfrutar de Dios. ¿Y qué más buscaremos, allí, donde sólo nos basta aquél por quien fueron hechas todas las cosas? Habitaremos y seremos habitados. “A Él le serán sometidas todas las cosas, para que Dios lo sea todo en todos” (1 Co 15, 28). Dichosos, pues, los que habitan en tu casa. ¿Por qué dichosos? ¿Por poseer oro, plata, numerosa servidumbre, muchos hijos? ¿Por qué dichosos? “Dichosos los viven en tu casa; te alabarán por los siglos de los siglos” (Sal 83, 5). Sí, dichosos con esta única y tranquila ocupación. Deseemos, pues, hermanos, únicamente esto, cuando lleguemos allá; y nosotros ahora preparémonos para gozar de Dios, para alabar a Dios. Allá no tendrán lugar las obras buenas que ahora nos conducen allí. No habrá allí obras de misericordia, porque no habrá miseria alguna; no encontrarás allí a ningún pobre, a nadie sin ropa; no vendrá a ti ningún sediento, ningún peregrino; no habrá ningún enfermo a quien visitar, ningún muerto a quien puedas dar sepultura, ningunos litigantes a quienes debas reconciliar.
¿Qué harás, entonces? ¿Quizás, por las exigencias de nuestro cuerpo, nos dedicaremos a plantar viñas, a negociar, o a viajar al extranjero? Allí habrá un gran sosiego; desaparecerán todos los trabajos que exige la necesidad. Anulada la necesidad, desaparecerán todos los sus trabajos.
Entonces, ¿cómo será aquello? Lo ha dicho la lengua humana, según sus posibilidades: Habitar en ti es cómo cuando toda la gente está llena de alegría. ¿Qué significa como, y por qué se dice cómo? Porque allí habrá un tal regocijo, que aquí no lo conocemos. Aquí veo muchas alegrías: unos se alegran en este mundo de una manera, y otros de otra; pero no se lo puede comparar con aquel gozo, a no ser diciendo cómo, es decir, semejante a... Porque si digo:¿alegría, placer, o felicidad?, la mente humana piensa en los placeres y regocijos que suele haber en las bebidas, en los banquetes, en la avaricia o en los honores mundanos.
Preparémonos para aquella otra alegría; porque aquí en la tierra encontramos algo semejante, pero no es lo mismo. No nos preparemos para gozar allí de unas alegrías como las que disfrutamos aquí; si no, nuestra continencia será avaricia.
Por lo tanto, hermanos míos, si pensáis que en aquella patria, a la que nos convoca la celestial trompeta, y por la cual os abstenéis de las cosas presentes, para recibir allí lo mismo, pero en mayor abundancia, entonces sois como los que ayunan para banquetear más, y se abstienen por mayor incontinencia.
No, vosotros no seáis así. Disponeos para algo inefable; purificad vuestro corazón de todos vuestros afectos terrenos y mundanos. Veremos algo que, sólo con su contemplación, seremos felices; esto nos bastará. Pero entonces, ¿qué? ¿No comeremos? Sí, comeremos. Él será nuestro sustento, que nos alimentará y no se agotará jamás. Habitar en ti es como si toda la gente estuviera con gran regocijo. Ya hemos dicho de dónde nos viene la alegría: Dichosos los que habitan en tu casa; te alabarán por los siglos de los siglos. Alabemos también ahora al Señor cuanto podamos, mezclando nuestra alabanza con gemidos, ya que al alabarlo suspiramos por él, y todavía no lo tenemos; cuando lo poseamos, desaparecerá todo gemido, permaneciendo la sola, pura y eterna alabanza” (San Agustín)
¿Seguimos convencidos de que la “salvación” es siempre en el futuro”? ¿Creemos de verdad?
El salmo literalmente canta la gloria de Jerusalén y su maternidad universal. Dios ha colocado en la ciudad santa su morada y la ama con predilección: El Señor prefiere las puertas de Sión a todas las moradas de Jacob. Por eso, aunque humanamente Jerusalén sea exigua e insignificante a los ojos del mundo, llegará a ser la madre de todos los pueblos; incluso los más poderosos y terribles enemigos de Israel: Egipto y Babilonia, desearán llegar a ser sus hijos: Contaré a Egipto y a Babilonia entre mis fieles.
Cantar con acentos tan entusiastas la gloria de una ciudad pequeña y sin prestigio, desconocida por las grandes potencias del mundo y frecuentemente pisoteada por los pueblos enemigos, no significa megalomanía por parte del pueblo creyente, sino fe y confianza en las promesas de Dios.
Para nosotros, hijos de la nueva Jerusalén, este salmo debe servirnos para cantar la gloria de nuestra madre la Iglesia. No con sentimientos de un falso triunfalismo -sabemos que la Iglesia es, como la Jerusalén de la antigua alianza, pequeña y exigua por nuestros valores humanos-, sino con adhesión firme a la palabra de Cristo, que tanto amó a su Iglesia que «se entregó a sí mismo por ella, purificándola con el baño del agua, para colocarla ante sí gloriosa, sin mancha ni arruga». El Señor prefiere las puertas de Sión a todas las moradas de Jacob; el amor de Cristo a su Iglesia es el fundamento de nuestra esperanza de que, al fin de los tiempos, ella será madre de todos los hombres, aun de aquellos que ahora aparecen como sus enemigos: Contaré a Egipto y a Babilonia entre mis fieles.
Sión, la preferida
Si la historia del «pueblo de Dios» se lee desde fuera, se detectan ambiciones inconfesables. Por ejemplo, Jacob suplanta a Esaú, Judá prevalece sobre los otros hijos del mismo padre. Interiormente hay una causa que lo explica todo: Dios usa misericordia con quien quiere. Es la historia del amor gratuito de Dios, de sus preferencias. Sólo uno es el preferido: Jesús, en quien se vuelcan las complacencias del Padre. Ello implica la desaparición de las antiguas instituciones sacrificiales, suplantadas ahora por la oblación del cuerpo de Cristo. Merced a esa heroica acción, el Padre se complació en colmar la humanidad de Jesús (Col 1,19). Plenitud y complacencia que llegan hasta nosotros, quienes hemos creído en la locura de la predicación (1 Co 1,21). Jesús, y nosotros en Él, es Sión la amada, la preferida, más que todas las moradas de Jacob.
Hijo, ahí tienes a tu madre
La «Abandonada» y «Desolada» se llamará en el futuro «Mi-Complacencia» y «Desposada». El fruto de este desposorio son los numerosos hijos de la más diversa procedencia. Todos tienen una común madre. Habrá que esperar un tiempo para que todo esto se realice. La «hora» de Jesús es el momento del cumplimiento. Llegada la «hora» están presentes «la madre» y el discípulo a quien Jesús quería, Juan. El confidente de Jesús, testigo de su entrega a la muerte, es testigo también de la gloria que se manifiesta en la cruz. Pero antes recibe la encomienda de la «madre»: «Ahí tienes a tu Madre». Este discípulo acepta el amor de Jesús, comprende su novedad mesiánica. Por eso acepta a la Iglesia, figurada en la Madre, como lo más precioso de su intimidad. La Iglesia es la tierra con la que Dios se ha desposado; la madre de distintos hijos, que vienen de diversas etnias religiosas, culturales y sociales. Cristo es y será todo en todos. Amemos a la Iglesia, nuestra Madre.
El agua del Enviado
Las canciones y danzas son expresión del gozo íntimo, incrementado por la presencia del agua viva. Si el agua agitada de la piscina de los cinco pórticos, situada dentro de la ciudad, no cura, si el agua de la Ley no apaga la sed, hay prevista un agua para los tiempos nuevos. El agua de Siloé, en las afueras de la ciudad, corre mansa, cura y sacia. Basta con salir fuera de la ciudad, acercarse a Jesús, el Enviado, y beber. El Espíritu vivificante que brota del Enviado apaga la sequía de nuestra tierra, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo. Es un agua que sacia porque brota del trono de Dios (Ap 22,1).
Resonancias en la vida religiosa
La comunidad que emana del Espíritu: Como un río de su fuente, así emana nuestra fraternidad de la fuerza fecunda del Espíritu. Elegidos por el Padre, convocados por medio de Jesús de entre todas las naciones, somos comunidad carismática: pequeña por nuestra pobreza y grandiosa por nuestra vocación y misión; endeble por nuestra fragilidad, pero vigorosa por el cimiento que nos sostiene: la fidelidad del Señor.
La gloria de Dios nos envuelve, porque Él quiere manifestar en nosotros su poderío. ¡Qué pregón tan glorioso para ti, fraternidad de Dios! El carisma del Espíritu, que humildemente hemos acogido y que intentamos con su fuerza propagar, germinará en otras partes de nuestro mundo; asumirá el talante de otras culturas, de otros rostros, de otras sensibilidades. Y todos nos veremos aunados en un único carisma y una misma misión.