Salmo 136


Introducción. – (El comentario del salmo incluye, principalmente, la catequesis de San Juan Pablo II)
Gran himno, en forma de letanía: el pueblo responde a las diversas invocaciones. El salmo realiza una sublime y sencilla síntesis de naturaleza e historia, contemplando y aclamándolo todo, bajo el signo de la «misericordia» o amor salvador. Es decir, todo es salvación, la salvación comienza con la creación del universo, sigue con la redención de Israel, continúa en la vida cotidiana. Y el salmo queda abierto para nuevas invocaciones, porque la misericordia de Dios es eterna, y continúa.
Para Israel, el salmo 136 formaba parte del «gran hallel pascual», es decir, de la suprema alabanza del pueblo escogido en honor de Yahvé. El entusiasmo con que repetía el mismo estribillo impedía la rutina. El encadenamiento de las diversas maravillas realizadas por Dios en favor suyo le testimoniaba el amor del Señor: Porque es eterna su misericordia.
Podemos distinguir en este himno tres partes: a) Yahvé, creador del universo (vv. 1-9); b) Yahvé, libertador del pueblo escogido (10-24); c) providencia de Yahvé sobre toda criatura (vv. 25-26). Como el salmo anterior, éste abunda en reminiscencias de otros salmos y pasajes bíblicos. Parece que en él se inspiró el autor de Eclesiástico 51,1-15 para componer su cántico.

1Dad gracias al Señor porque es bueno:
porque es eterna su misericordia.
2Dad gracias al Dios de los dioses:
porque es eterna su misericordia.
3Dad gracias al Señor de los señores:
porque es eterna su misericordia.
4Sólo él hizo grandes maravillas:
porque es eterna su misericordia.
5Él hizo sabiamente los cielos:
porque es eterna su misericordia.
6Él afianzó sobre las aguas la tierra:
porque es eterna su misericordia.
7Él hizo lumbreras gigantes:
porque es eterna su misericordia.
8El sol que gobierna el día:
porque es eterna su misericordia.
9La luna que gobierna la noche:
porque es eterna su misericordia.
El salmista inicia su himno responsorial invitando a reconocer la bondad divina y su soberanía, sobre todo, incluso sobre los supuestos dioses de los otros pueblos, que para él no tienen vida propia. Su poder es omnímodo, y se manifestó en la obra de la creación. El canto sigue el relato de Génesis 1: la formación de los cielos y de la tierra sobre las aguas; después destaca el mundo sideral: el sol, la luna y las estrellas, que, lejos de ser divinidades, como creían los pueblos gentiles, son unos instrumentos al servicio del hombre. Cada uno de ellos tiene su momento fijado para aparecer: el sol de día, la luna y las estrellas de noche. Y todo conforme a un plan divino previamente fijado conforme a su sabiduría.
La creación está vista en estratos horizontales: cielo, tierra, aguas inferiores. El cielo es morada de Dios, la tierra es escenario de la historia humana; la zona inferior es la sede de los poderes adversos.
“Reflexionemos ante todo en el estribillo: «Es eterna su misericordia». En esa frase destaca la palabra «misericordia», que en realidad es una traducción legítima, pero limitada, del vocablo originario hebreo hesed. En efecto, este vocablo forma parte del lenguaje característico que usa la Biblia para hablar de la relación que existe entre Dios y su pueblo. El término trata de definir las actitudes que se establecen dentro de esa relación: la fidelidad, la lealtad, el amor y, evidentemente, la misericordia de Dios.
Aquí tenemos la representación sintética del vínculo profundo e interpersonal que instaura el Creador con su criatura. Dentro de esa relación, Dios no aparece en la Biblia como un Señor impasible e implacable, ni como un ser oscuro e indescifrable, semejante al hado, contra cuya fuerza misteriosa es inútil luchar. Al contrario, él se manifiesta como una persona que ama a sus criaturas, vela por ellas, las sigue en el camino de la historia y sufre por las infidelidades que a menudo el pueblo opone a su hesed, a su amor misericordioso y paterno.
2. El primer signo visible de esta caridad divina -dice el salmista- ha de buscarse en la creación. Luego entrará en escena la historia. La mirada, llena de admiración y asombro, se detiene ante todo en la creación: los cielos, la tierra, las aguas, el sol, la luna y las estrellas.
Antes de descubrir al Dios que se revela en la historia de un pueblo, hay una revelación cósmica, al alcance de todos, ofrecida a toda la humanidad por el único Creador, «Dios de los dioses» y «Señor de los señores» (vv. 2-3).
Como había cantado el salmo 18, «el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra» (vv. 2-3). Así pues, existe un mensaje divino, grabado secretamente en la creación y signo del hesed, de la fidelidad amorosa de Dios, que da a sus criaturas el ser y la vida, el agua y el alimento, la luz y el tiempo.
Hay que tener ojos limpios para captar esta revelación divina, recordando lo que dice el libro de la Sabiduría: «De la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13,5; cf. Rm 1,20). Así, la alabanza orante brota de la contemplación de las «maravillas» de Dios (cf. Sal 135,4), expuestas en la creación, y se transforma en gozoso himno de alabanza y acción de gracias al Señor. De las obras creadas se asciende hasta la grandeza de Dios, hasta su misericordia amorosa.”

10Él hirió a Egipto en sus primogénitos:
porque es eterna su misericordia.
11Y sacó a Israel de aquel país:
porque es eterna su misericordia.
12Con mano poderosa, con brazo extendido:
porque es eterna su misericordia.
13Él dividió en dos partes el mar Rojo:
porque es eterna su misericordia.
14Y condujo por en medio a Israel:
porque es eterna su misericordia.
15Arrojó en el mar Rojo al Faraón:
porque es eterna su misericordia.
16Guió por el desierto a su pueblo:
porque es eterna su misericordia.
17Él hirió a reyes famosos:
porque es eterna su misericordia.
18Dio muerte a reyes poderosos:
porque es eterna su misericordia.
19A Sijón, rey de los amorreos:
porque es eterna su misericordia.
20Y a Hog, rey de Basán:
porque es eterna su misericordia.
21Les dio su tierra en heredad:
porque es eterna su misericordia.
22En heredad a Israel su siervo:
porque es eterna su misericordia.
23En nuestra humillación, se acordó de nosotros:
porque es eterna su misericordia.
24Y nos libró de nuestros opresores:
porque es eterna su misericordia.
“Así pues, pasan ante los ojos del orante las acciones liberadoras del Señor, que tienen su centro en el acontecimiento fundamental del éxodo de Egipto. A este está profundamente vinculado el arduo viaje por el desierto del Sinaí, cuya última etapa es la tierra prometida, el don divino que Israel sigue experimentando en todas las páginas de la Biblia.
El célebre paso a través del mar Rojo, «dividido en dos partes», casi desgarrado y domado como un monstruo vencido (cf. Sal 135,13), hace surgir el pueblo libre y llamado a una misión y a un destino glorioso (cf. vv. 14-15; Ex 15,1-21), que encuentra su relectura cristiana en la plena liberación del mal con la gracia bautismal (cf. 1 Co 10,1-4). Se abre, además, el itinerario por el desierto: allí el Señor es representado como un guerrero que, prosiguiendo la obra de liberación iniciada en el paso del mar Rojo, defiende a su pueblo, hiriendo a sus adversarios. Por tanto, desierto y mar representan el paso a través del mal y la opresión, para recibir el don de la libertad y de la tierra prometida (cf. Sal 135,16-20).”

25Él da alimento a todo viviente:
porque es eterna su misericordia.
26Dad gracias al Dios del cielo:
porque es eterna su misericordia.
“Al final, el Salmo alude al país que la Biblia exalta de modo entusiasta como «tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y hontanares (...), tierra de trigo y de cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra donde el pan que comas no te será racionado y donde no carecerás de nada; tierra donde las piedras tienen hierro y de cuyas montañas extraerás el bronce» (Dt 8,7-9).
En el salmo 136 se entrelazan dos modalidades de la única revelación divina, la cósmica (cf. vv. 4-9) y la histórica (cf. vv. 10-25). Ciertamente, el Señor es trascendente como creador y dueño absoluto del ser; pero también está cerca de sus criaturas, entrando en el espacio y en el tiempo. No se queda fuera, en el cielo lejano. Más aún, su presencia en medio de nosotros alcanza su ápice en la encarnación de Cristo”.

Bendito sea Dios por su gran misericordia
La bondad, la misericordia, el amor de Dios es inaprehensible en palabras humanas. La superioridad incomparable del Dios de Israel, su hacer creacional y sus hazañas históricas son algunos de los gestos, tan sólo indicativos, de ese inconmensurable amor. Llegada la plenitud de los tiempos, el gesto sorprendente de enviar a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley (Gál 4,4), permite asomarnos al océano de amor divino, sin poder divisar sus costas. «En esto consiste el amor... en que Dios nos amó y envió a su Hijo» (1 Jn 4,10). Cristo es la manifestación de la misericordia, del amor de Dios hacia los hombres. Consecuencia de ello es que cantemos la eterna misericordia de Dios con el lenguaje de los hechos: «Si Dios nos ha amado de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). «¡Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo por su gran misericordia!» (1 Pe 1,3).
Un cántico para nuestro destierro
La miopía de los contemporáneos de Jeremías sólo les permite ver el abandono y la desolación de las ciudades de Judá. El profeta percibe un trajín de multitudes. Vienen a la casa de Dios con esta canción: «Alabad al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor» (Jer 36,10-11). Ni la fuerza destructora del destierro silencia el amor de Dios. El ruido del destierro humano condenó a Jesús a una radical soledad (cf. Mc 14,50). Pudo parecer incluso que la voz de Dios había enmudecido para siempre. Pero Jesús, perdonando y acogiendo todavía, llega a la cumbre del «más grande amor» (Jn 15,13). El escándalo de la cruz es un escándalo de amor, que ha introducido en nuestro mundo la desconocida y operante fuerza del Espíritu. Ella es quien entona la canción de nuestro destierro: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15). Prepara así el triunfo del amor eterno, en el que «conoceremos como somos conocidos» (1 Cor 13,12).
La creación, capítulo primero del amor
El amor que el hombre retorna a Dios se fundamenta en que Él es único, Dios de los dioses y Señor de los señores; en que sólo Él y no otro hizo los cielos, afianzó la tierra; en que todo fue creado por Él, en que Él es nuestro Dios: un posesivo que concentra todo el amor divino hacia su pueblo. El que nos formó y creó es el creador de todo. Con la creación comienza el estupendo libro del amor de Dios. El título de este capítulo es «Todo fue creado por Cristo y para Cristo» (Col 1,16). Las inquietantes preguntas que surgen de vez en cuando: «¿Por qué, para qué existo?», tienen una sola respuesta: por Amor y para el Amor. Para nosotros, en efecto, «no hay más que un solo Dios, el Padre del cual proceden todas las cosas y para el que somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y para el cual somos nosotros» (1 Cor 8,6). Es justo que alabemos el eterno amor de nuestro Dios.
Creo en Dios Todopoderoso
Recordar la liberación de Egipto es confesar el poder de Dios. Se interpusieron poderes adversos: el Faraón que no reconoce a Dios, el mar como poder de desorden, los reyes cananeos... La mano fuerte y el brazo extendido de Dios revelan al Dios de Israel como el único Todopoderoso en el cielo y en la tierra. Jesús, ungido con la fuerza del Espíritu y con poder, hubo de enfrentarse con otros poderes. Por un momento pareció que triunfaba el poder de las tinieblas. Sin embargo, una vez elevado, atrae a todos hacia sí (Jn 12,31-32). Es decir, se le han dado tales poderes en el cielo y en la tierra, que el resto de las potencias han sido destronadas. Para reconocer ese sorprendente y único poder, para reconocer a Cristo y el poder de su resurrección, es necesario creer en el poder de Dios que resucitó a Cristo. Este mismo poder guardará a los creyentes para la salvación que se revelará en los últimos tiempos. Mientras salmodiamos, afirmamos nuestra fe: Creemos en Dios Padre todopoderoso.
En la nueva creación no habrá mar
El mar tiene diversos simbolismos religiosos: es la fuerza del desorden caótico que debe ser domada para que exista lo creado. Simboliza igualmente el poder hostil de las naciones, que deben ser vencidas para que el pueblo de Dios pase el Mar a pie enjuto. Simboliza, finalmente, las fuerzas satánicas con que Dios se enfrentará en el último combate. Se puede decir que el mar es la lejanía más absoluta de Dios. Esa lejanía deja de serlo porque el Creador tiene un dominio absoluto sobre los acontecimientos históricos. Jesús, imperando sobre el mar, subyugándolo como un señor a su esclavo, es el vencedor del desorden, de los poderes adversos y de la fuerza satánica que ahora acosa a los que son de Cristo. Los que creemos en Cristo llegaremos al día extraordinario en el que ya no habrá mar (Ap 21,1). La lejanía de Dios será absoluta y cálida cercanía porque es eterno su amor.
Danos hoy el pan del mañana
El amor de Dios no es una vieja historia pasada. El pan de cada día es una dádiva de su amor. Este pan es una sombra del auténtico pan, el que da la vida al mundo. El alimento que se acaba da solamente una vida que perece. Hay un alimento para el futuro que, por ser la mayor condensación del amor, comporta una vida imperecedera. Por ese pan debemos afanarnos. Ya se reparte ahora en la mesa del Reino y hace dichoso al hombre. Quien se acerca a la Eucaristía y come la carne entregada por nosotros, saborea el pan del cielo, que contiene en sí todo deleite. Encierra el deleite de la saciedad del momento y de la hartura futura, cuya prenda es. Por eso pedimos insistentemente que Dios nos dé hoy el pan del mañana, cuando seremos saciados para siempre en nuestros anhelos de vida (Mt 6,11), porque es eterno el amor que Dios nos tiene.