Salmo 143

 

 Introducción. - Salmo 143 Señor, escucha mi oración.
El salmo 143 es la oración de un oprimido, en quien podemos ver personificado todo el pueblo de Dios. Entre dificultades y sufrimientos, los ojos puestos en el poder de Dios y en las obras de sus manos, meditando siempre las acciones del Señor, se va avanzando hacia la victoria definitiva.
El enemigo nos persigue, nos es difícil el camino del bien, nuestro aliento desfallece y, con frecuencia, caemos en el camino, porque somos de barro. Pero, Señor, tú, que eres el único justo, no nos escondas tu rostro a causa de nuestra debilidad; recuerda que ningún hombre vivo es inocente frente a ti; lo reconocemos humildemente, Señor.
Bajo el signo de la propia debilidad y de la santidad de Dios, conscientes de nuestro pecado, pero recordando los tiempos antiguos -el éxodo y la resurrección- en que Dios nos dio, de una vez para siempre, garantía de su amor, empezamos un nuevo día en la humildad y la esperanza. Señor, al empezar la jornada, tu Iglesia te pide suplicante: En la mañana hazme escuchar tu gracia e indícame el camino que he de seguir en cada una de las acciones de este día. (El testigo fiel)

La fidelidad y la justicia de Dios,
1Señor, escucha mi oración;
tú, que eres fiel, atiende a mi súplica;
tú, que eres justo, escúchame.
2No llames a juicio a tu siervo,
pues ningún hombre vivo es inocente frente a ti.
El salmista ora con urgencia; usa verbos imperativos, pues está en peligro de muerte. Apela primero a la gracia de Dios. Aunque el salmista reconoce que es pecador (v. 2) sabe que Dios quiere justicia y los que le atacan lo hacen injustamente. Al apelar a la justicia de Dios, el salmista reconoce que él no es justo, y que nadie puede ser suficientemente bueno delante de Dios.
Seguro de la protección divina, el salmista implora la intervención divina, pues su fidelidad a las promesas no ha de faltar. La justicia divina implica la conformidad con las exigencias morales de su ser; por eso ha de salir en favor de los que le son fieles
A pesar de las deficiencias de éstos, sabrá tratarlos conforme a su longanimidad, ya que nadie puede justificarse ante la santidad divina; por eso el salmista suplica que no lo llame a juicio, llevándolo a su tribunal, sino que le aplique su benevolencia conforme a las antiguas promesas
Pablo cita este versículo en Rom 3:20 y en Gal 2:16. En el NT se aclara cómo Dios puede seguir siendo justo y a la vez justificar al pecador: es por la muerte expiatoria de Jesucristo. En el AT, Dios perdonó al pecador arrepentido porque anticipaba el sacrificio de Cristo. Los sacrificios animales señalaban hacia Cristo. El salmista muestra una actitud de arrepentimiento en este versículo.
Apenas pronunciada la invocación, comienzan las razones. Primero las cualidades de Dios, comprobadas en la historia del pueblo: su fidelidad, su justicia defensora del oprimido. El hombre sólo puede apelar a la misericordia, pues frente a Dios siempre resultará culpable.

La necesidad del salmista,
3El enemigo me persigue a muerte,
empuja mi vida al sepulcro,
me confina a las tinieblas
como a los muertos ya olvidados.
4Mi aliento desfallece,
mi corazón dentro de mí está yerto.
Describe la situación: la persecución ha llegado al extremo; la muerte próxima, que ya lo rodea como una oscuridad, y le penetra hasta el corazón.
Ahora el salmista apela a Dios en base a su urgente necesidad. Está en peligro de muerte.

Su anhelo de tener comunión
5Recuerdo los tiempos antiguos,
medito todas tus acciones,
considero las obras de tus manos
6y extiendo mis brazos hacia ti:
tengo sed de ti como tierra reseca.
El salmista también está motivado por su anhelo de tener comunión con Dios. Sus recuerdos de la comunión que tenía con Dios antes aumentan este anhelo. Extiendo mis manos (v. 6) es una señal de súplica. La sed se usa varias veces en los salmos para expresar el deseo de conocer más a Dios; es una sed que no puede ser satisfecha de ninguna otra manera.
El recuerdo de las acciones históricas de Dios reanima la confianza, al mismo tiempo que hace sentir más fuerte la necesidad de Dios

La urgencia de su situación
7Escúchame enseguida, Señor,
que me falta el aliento.
No me escondas tu rostro,
igual que a los que bajan a la fosa.
8En la mañana hazme escuchar tu gracia,
ya que confío en ti.
Indícame el camino que he de seguir,
pues levanto mi alma a ti.
De nuevo el salmista señala su peligro de muerte; la intervención de Dios es urgente. El salmista quiere la demostración del amor de Dios desde la mañana. Los salmistas constantemente recalcan la importancia de buscar a Dios al principio del día. En cualquier crisis es importante conocer la dirección clara de Dios.
Repite la súplica, con el tema dominante de la angustia mortal. La mañana es la hora del culto propicia: cuando la luz vence a las tinieblas, la vida continúa, y Dios da audiencia en su templo. Comienza la serie de motivos breves e insistentes. Dios lo salvará y lo guiará en adelante.
La presencia divina obrará el milagro de refrescar y revivir moralmente su espíritu abatido. Pero es de suma urgencia la intervención divina, pues está a punto de sucumbir como los que bajan a la fosa

El compromiso con Dios
9Líbrame del enemigo, Señor,
que me refugio en ti.
10Enséñame a cumplir tu voluntad,
ya que tú eres mi Dios.
Tu espíritu, que es bueno,
me guíe por tierra llana.
El salmista apela a su compromiso con Dios. Aunque su sufrimiento puede depender parcialmente de sus faltas (v. 2), hace claro que los enemigos le están atacando. Aunque me refugio sigue a las versiones antiguas, el heb. “cubro” o “he cubierto”, en algunos otros textos, tiene sentido reflexivo, “yo me cubro”; de modo que me refugio representa el sentido del heb. En los vv. 8-10, el salmista pide la dirección de Dios tres veces. Cuando un creyente sufre una crisis, su temor a menudo es no hacer la voluntad de Dios por no conocerla. Es de suma importancia buscar lo que Dios desea. Pero no es suficiente conocer la voluntad de Dios, hace falta la ayuda del Espíritu Santo para cumplirla y vivir la rectitud.

La justicia de Dios
11Por tu nombre, Señor, consérvame vivo;
por tu clemencia, sácame de la angustia.
[12Por tu gracia, destruye a mis enemigos,
aniquila a todos los que me acosan,
que siervo tuyo soy.]
Solamente Dios puede “vivificar” y renovar al creyente abatido. Puesto que el salmista desea la honra y la gloria de Dios, con confianza pide este avivamiento. De nuevo, apela a la justicia de Dios; ahora justicia puede llevar el doble sentido de hacer justicia contra los enemigos y hacerlo en justicia, pues por la gracia de su gran plan redentor, Dios puede ser justo y a la vez justificar al pecador que acude a él. Por eso, de nuevo se juntan los conceptos de justicia y misericordia (cf. v. 1). El v. 12b es una imprecación; para hacer justicia a sus hijos, a menudo Dios tiene que “destruir” los poderes malignos y las instituciones que dependen de ellos. Finalmente, el salmista expresa una gran verdad: Los siervos de Dios pueden contar con su cuidado y su protección
Concluye la serie con una invocación triple: está empeñado el honor del nombre divino. La fórmula final es de entrega confiada.

Trasposición cristiana.
En boca de Cristo: él es el siervo de Dios, que cumple perfectamente su voluntad. Perseguido a muerte, no pudo ser reducido al polvo de la corrupción ni confinado a las tinieblas definitivas. En boca del cristiano: pide a Dios que no entre en pleito con él. Por su justicia y no por la nuestra hemos sido salvados.

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CATEQUESIS DE JUAN PABLO II
1. Acaba de proclamarse el salmo 143, el último de los llamados «salmos penitenciales» en el septenario de súplicas distribuidas en el Salterio (cf. Sal 6; 31; 37; 50; 101; 129 y 142). La tradición cristiana los ha utilizado todos para implorar del Señor el perdón de los pecados. El texto en el que hoy queremos reflexionar era particularmente apreciado por san Pablo, que de él dedujo la existencia de una pecaminosidad radical en toda criatura humana. «Señor, ningún hombre vivo es inocente frente a ti» (v. 2). El Apóstol toma esta frase como base de su enseñanza sobre el pecado y sobre la gracia (cf. Ga 2,16; Rm 3,20).
La Liturgia de Laudes nos propone esta súplica como propósito de fidelidad e invocación de ayuda divina al comienzo de la jornada. En efecto, el salmo nos hace decirle a Dios: «En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti» (Sal 142,8).
2. El salmo inicia con una intensa e insistente invocación dirigida a Dios, fiel a las promesas de salvación ofrecida al pueblo (cf. v. 1). El orante reconoce que no tiene méritos en los que apoyarse y, por eso, pide humildemente a Dios que no se comporte como juez (cf. v. 2).
Luego describe la situación dramática, semejante a una pesadilla mortal, en la que se está debatiendo: el enemigo, que es la representación del mal de la historia y del mundo, lo ha empujado hasta el umbral de la muerte. En efecto, se halla postrado en el polvo de la tierra, que ya es una imagen del sepulcro; y lo rodean las tinieblas, que son la negación de la luz, signo divino de vida; por último, se refiere a «los muertos ya olvidados» (v. 3), es decir, los que han muerto para siempre, entre los cuales le parece que ya está relegado.
3. La existencia misma del salmista está destruida: ya le falta el aliento, y su corazón le parece un pedazo de hielo, incapaz de seguir latiendo (cf. v. 4). Al fiel, postrado en tierra y pisoteado, sólo le quedan libres las manos, que se elevan hacia el cielo en un gesto de invocación de ayuda y, al mismo tiempo, de búsqueda de apoyo (cf. v. 6). En efecto, su pensamiento vuelve al pasado en que Dios hacía prodigios (cf. v. 5).
Esta chispa de esperanza calienta el hielo del sufrimiento y de la prueba, en la que el orante se siente inmerso y a punto de ser arrastrado (cf. v. 7). De cualquier modo, la tensión sigue siendo fuerte; pero en el horizonte parece vislumbrarse un rayo de luz. Así, pasamos a la otra parte del salmo (cf. vv. 7-11).
4. Esta parte comienza con una nueva y apremiante invocación. El fiel, al sentir que casi se le escapa la vida, clama a Dios: «Escúchame enseguida, Señor, que me falta el aliento» (v. 7). Más aún, teme que Dios haya escondido su rostro y se haya alejado, abandonando y dejando sola a su criatura.
La desaparición del rostro divino hace que el hombre caiga en la desolación, más aún, en la muerte misma, porque el Señor es la fuente de la vida. Precisamente en esta especie de frontera extrema brota la confianza en el Dios que no abandona. El orante multiplica sus invocaciones y las apoya con declaraciones de confianza en el Señor: «Ya que confío en ti (...), pues levanto mi alma a ti (...), me refugio en ti (...), tú eres mi Dios». Le pide que lo salve de sus enemigos (cf. vv. 8-10) y lo libre de la angustia (cf. v. 11), pero hace varias veces otra súplica, que manifiesta una profunda aspiración espiritual: «Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios» (v. 10; cf. vv. 8 y 10). Debemos hacer nuestra esta admirable súplica. Debemos comprender que nuestro bien mayor es la unión de nuestra voluntad con la voluntad de nuestro Padre celestial, porque sólo así podemos recibir en nosotros todo su amor, que nos lleva a la salvación y a la plenitud de vida. Si no va acompañada por un fuerte deseo de docilidad a Dios, la confianza en él no es auténtica.
El orante es consciente de ello y, por eso, expresa ese deseo. Su oración es una verdadera profesión de confianza en Dios salvador, que libera de la angustia y devuelve el gusto de la vida, en nombre de su «justicia», o sea, de su fidelidad amorosa y salvífica (cf. v. 11). La oración, que partió de una situación muy angustiosa, desemboca en la esperanza, la alegría y la luz, gracias a una sincera adhesión a Dios y a su voluntad, que es una voluntad de amor. Esta es la fuerza de la oración, generadora de vida y salvación.
5. San Gregorio Magno, en su comentario a los siete salmos penitenciales, contemplando la luz de la mañana de la gracia (cf. v. 8), describe así esa aurora de esperanza y de alegría: «Es el día iluminado por el sol verdadero que no tiene ocaso, que las nubes no entenebrecen y la niebla no oscurece (...). Cuando aparezca Cristo, nuestra vida, y comencemos a ver a Dios cara a cara, entonces desaparecerá la oscuridad de las tinieblas, se desvanecerá el humo de la ignorancia y se disipará la niebla de la tentación (...). Aquel día será luminoso y espléndido, preparado para todos los elegidos por Aquel que nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha conducido al reino de su Hijo amado.
»La mañana de aquel día es la resurrección futura (...). En aquella mañana brillará la felicidad de los justos, aparecerá la gloria, habrá júbilo, cuando Dios enjugue toda lágrima de los ojos de los santos, cuando la muerte sea destruida, por último, y cuando los justos resplandezcan como el sol en el reino del Padre.
»En aquella mañana el Señor hará experimentar su misericordia (...), diciendo: "Venid, benditos de mi Padre" (Mt 25,34). Entonces se manifestará la misericordia de Dios, que la mente humana no puede concebir en la vida presente. En efecto, para los que lo aman el Señor ha preparado "lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó"».
[Audiencia general del Miércoles 9 de julio de 2003]